Un, dos, tres...
Las palabras tienen la enorme capacidad de destruirlo todo o de construirlo todo. Son un arma. La mayor de todas, tanto cuando están presentes como cuando nos abandonan. Un arma capaz de aniquilar mundos o de crearlos
Las palabras son muchas veces como los recuerdos. Duermen cuando deberían agitarse y, sin embargo, se agitan cuando deberían dormir. Son como las tormentas. Truenan ... y se sacuden, incluso levantan tempestades, tan solo con silbar, cuando deberían traer en su lugar calma; y calma traen cuando de ellas se espera un temporal.
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Las palabras son paradójicas, mentiras y verdades, porque nosotros también lo somos. Las contradicciones y sus consecuencias, buenas y malas, nos definen y determinan en gran medida cómo es el mundo. Cómo lo fue ayer y cómo lo será mañana. De nosotros depende su construcción o destrucción. Cada vez que decimos 'sí' o decimos 'no', damos pasos en uno u otro camino. Así, marcamos nuestro destino y, por supuesto, el de otros.
Las palabras callan y las palabras hablan. Callar es difícil y hablar, ciertamente, también. Demasiadas veces la palabra se atraganta y decir lo necesario, lo obligado en realidad, nos cuesta. A veces incluso no lo decimos cuando correspondería gritarlo. ¿Por qué? Por miedo, desconfianza, turbación, amenazas, timidez, etc. Las respuestas son interminables. Siempre he pensado que es como si ese callar y ese hablar bailaran un eterno vals. Un, dos tres... Un, dos tres... Nunca se detienen y nunca sabemos con exactitud quién de los dos marca el ritmo ni por qué. Un, dos tres... Un, dos tres...
Las palabras, de vez en cuando, también son como un mal sueño. Se atascan o atacan. Solo hay una 's' de diferencia. Una simple letra y todo cambia. Igual que una simple voz lo puede transformar todo. Depende del mensaje y de quién lo lance. Lo creo con firmeza, puesto que las palabras son poderosas. Tienen la enorme capacidad de destruirlo todo o de construirlo todo. Son un arma. La mayor de todas tanto cuando están presentes como cuando nos abandonan. Un arma capaz de aniquilar mundos o de crearlos. Lo hemos visto muchas veces a lo largo de la historia. Discursos, sermones u oratorias que lo movían y transformaban. Por ese motivo, no entiendo el poco valor, el escaso aprecio, que hoy les damos.
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Las palabras derrotan y humillan o reparan y salvan. Concilian y redimen. Hieren y matan o protegen y curan. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en callar cuando debemos gritar y en gritar cuando debemos callar? ¿Por qué hay quien nunca se calla? ¿Y por qué hay quien nunca dice nada?
No prestamos atención suficiente a lo que decimos. Parloteamos como locos, sin control y sin ningún tipo de crítica propia o de reparo. Sin importar quién caiga a nuestro alrededor y el daño que hacemos con ello. Es el fragor de la batalla; el calor de la conversación airada, pero, en realidad, cuando eso sucede, perdemos todos. Sí, lo sé. Nos hemos acostumbrado. Los políticos gritan y utilizan la fuerza de la palabra sin controlarla en absoluto desde hace ya demasiados años; lo mismo hace el resto de agentes sociales y económicos. Desde sus tribunas vociferan cuando deberían mantener silencio y enmudecen cuando deberían gritar. Viven en el mundo del revés. Y nosotros, al final, los imitamos. Pero este mecanismo, esta forma de uso innecesario como de ausencia de uso solo trae vacío y, por tanto, conviene su pronta desaparición; si bien, me temo, este deseo es una quimera.
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Las palabras cambian vidas. Las destruyen, salvan, engrandecen o merman. Las palabras son capitales. Tan importantes como lo es el propio pensamiento. Tanto como lo es no pensar.
La palabra escrita y la palabra borrada.
La palabra dicha y la palabra callada.
Un, dos tres... Un, dos tres...
Paz es una palabra importante. Guerra, también.
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