Los turistas son los otros
Viajamos para buscar experiencias extraordinarias y nos molestan esos otros que buscan lo mismo, porque su presencia destruye la exclusividad y la autenticidad de nuestra experiencia
Verdad que los turistas son siempre los otros? Uno se considera a sí mismo en todo momento no turista, sino viajero infatigable por los caminos ... trillados del mundo. Uno incluso presume de haber viajado a lugares en los que apenas había turistas, porque los turistas son una especie ajena, una plaga que todo lo invade y lo desnaturaliza. Uno incluso llega a creerse que viaja para encontrar diferencias y hacerlas propias y así crecer en la creencia de que solo a través de los que no son como uno se puede aspirar a algún tipo de integridad. Pero los turistas, que son los otros, no viajan con esa intención. Uno es un soñador de sí mismo y no se considera turista ni siquiera frente a la Torre Eiffel, las Pirámides de Egipto, la catedral de Burgos o las cataratas del Niágara. Pero los lugares sin turistas no existen y cuando llegamos a nuestro destino maldecimos la presencia de turistas sin reconocer jamás que somos uno de ellos.
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Si nos preguntan cuál es la diferencia entre ellos (los turistas) y nosotros (los viajeros) no sabemos qué decir, pero estamos seguros de que existe una diferencia sustancial, existencial incluso, una distinción que da sentido a nuestros viajes y a nuestras vidas. Si la pregunta nos la hacen en una Capilla Sixtina abarrotada, con nuestro cuerpo embutido como una sardina en la lata pontificia de las mercaderías, responderemos que ellos han llegado hasta ese templo del arte por pura inercia, por presumir después de haber estado allí. Nosotros, sin embargo, hemos llegado para admirar los frescos del genial Miguel Ángel, para vivir la experiencia de una proximidad incontestable con la belleza y con la grandeza del arte universal, una experiencia tristemente disminuida por la fastidiosa presencia de los turistas. Si entramos en el Louvre y nos acercamos a la Mona Lisa renegamos de la multitud que se agolpa frente al cristal que protege la obra de Leonardo da Vinci, sentimos como una afrenta el olor infernal de una muchedumbre de sobacos, odiamos desesperadamente a los intrépidos fotógrafos de sí mismos y sentimos una rabia inmensa, sin considerar ni por asomo que somos una pieza más de ese turismo de masas del que tanto renegamos. Descendiendo por las escaleras de las tumbas del Valle de los Reyes miramos con desdén a esos otros que osaron acercarse a estos lugares a la vez que nosotros y pensamos que ellos, turistas de fruslería y oropel, no sabrán apreciar la singularidad de esta maravillosa experiencia, puesto que llegan a ella (con sus pantalones cortos, sus gafas de sol y sus camisas de flores) como borregos dirigidos. Ni siquiera somos conscientes de que nosotros vestimos igual que ellos.
¿Por qué todos nos agolpamos en masa ante las mismas obras de arte? Walter Benjamín, que escribió mucho sobre el sentido del arte, hablaba del aura de la obra de arte. ¿Es importante la obra o lo es el hecho de estar junto a ella, de fotografiarse con ella, de sentir la experiencia de estar próximo a ella? Lo nuestro es una experiencia estética, lo de ellos, los turistas, es una experiencia social. Volverán a sus trabajos enseñando las fotografías y eso fortalecerá su identidad. Nuestras fotografías serán diferentes y las mostraremos en aras de la autenticidad.
El mundo se ha quedado pequeño, porque en unas horas cualquiera puede viajar a cualquier lugar del mundo. Uno ya no se define por su trabajo, sino por su tiempo de ocio, cada vez más abundante. Viajamos para buscar experiencias extraordinarias y nos molestan esos otros que buscan lo mismo, porque su presencia destruye la exclusividad y la autenticidad de nuestra experiencia. Las redes sociales han contribuido a convertir los viajes en espectáculos competitivos. A la hora de viajar cada vez resulta más complicado trazar la línea entre lo auténtico y lo superficial, entre la realidad y la fantasía. Hay quien viaja para disfrazar su veraneo de turismo cultural y hay quien viaja convencido de que es preciso moverse para percibir cómo el mundo avanza por otros caminos que también son verdad. Dejaremos de ser turistas cuando abandonemos esas maletas abarrotadas de anécdotas tópicas y de objetos típicos, cuando consigamos colgarnos a la espalda una mochila llena de perplejidades y vacía de prejuicios. Mientras, seguiremos siendo turistas irremediables que sueñan con ser viajeros, extravagantes y aventureros, en el país de nunca jamás.
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