Un álbum sin final
Objetos que miramos, tocamos y nos llevamos a casa. Pero también hay cosas que miramos, tocamos y no podemos llevarnos. Nos producen una chocante sensación de depredación. Como si fuéramos ladrones
El otro día fui al rastro. Domingo por la mañana y un sol espléndido. Cómo era temprano, no había demasiada gente y se podía pasear ... con tranquilidad por el recinto. Sencillo ver lo que cada puesto ofrecía. Compré un pan casero y cinco libros clásicos del gótico en buen estado, encuadernados en piel y sin restos de humedad. Joyas que se pueden hallar con paciencia y buen ojo.
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Paseé sin prisa, no siempre debe ir uno corriendo a todas partes, y entre los llamados puestos de antigüedades, libros y desechos varios -hay que ser realistas, pues hay objetos a la venta que no son aptos para tal negocio por mucho que lleven precio-, tropecé con una peculiar emoción que no me ha abandonado desde entonces.
Los libros obtenidos, lo sé, fueron de alguien en algún momento, como la masa de cacharros que se exhiben cada domingo en el lugar. Son recuerdos de otras vidas, ya finitas, que nosotros rescatamos y dotamos de renovada utilidad. Libros, por ejemplo, que serán una vez más estudiados y sentidos. Historias que poblarán imaginaciones y quién sabe si sueños y pesadillas. Incluso pueden ser la simiente que haga crecer un nuevo lector o un nuevo escritor. O ambos.
Objetos de otros que miramos, tocamos y nos llevamos a casa. Pero también hay cosas que miramos, tocamos y no podemos llevarnos. No. ¿Cómo hacerlo? Es imposible. Nos producen una chocante sensación de depredación. Como si fuéramos ladrones. Hay desvalimiento en nuestros dedos cuando los rozamos.
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¿Y qué objetos son esos?
Un álbum de fotos, por ejemplo. Cuidado, con papel de cebolla entre las páginas y las fotografías, en blanco y negro y con reborde troquelado, pegadas con delicadeza en papel cartón negro. Fotos de un hombre. Primero joven, niño también. Luego, adulto, pero nunca viejo. Esas páginas, las de la vejez, están vacías. Solo negro cartón y papel cebolla. Nada más y nadie más.
Un joven sonriente, guapo, de mirada clara. Vestido de militar en las últimas y acompañado de un perro. Un pastor alemán. El perro también sale cuando era un cachorro. Un joven que mira a la cámara con la arrogancia de los años mozos y que piensa que se va a comer el mundo, pero cuya vida, retratada, acaba sobre la atiborrada mesa de aglomerado de un rastro en una ciudad del norte de España. A miles de kilómetros de su casa y a muchos años de distancia. Rodeado de antiguos libros y muñecas marchitas que por allí sestean, ceniceros mellados, vasos desgastados color verde, manteles deslucidos y los cromos de un mundial que solo los más nostálgicos recuerdan.
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«Si te lo llevas, te lo dejo a buen precio», me dijo el vendedor. No pregunté a cuánto. «Le faltan las últimas fotos», añadió y yo pensé, de forma automática, en un libro de cromos.
Las últimas fotos... Quizá nunca las hubo. La guerra, sea de quién sea y gane quien gane, tiene ese poder. Álbumes que se quedan sin final. La Segunda Guerra Mundial. Estaba segura.
Posé el álbum. Miré al joven al otro lado de la fotografía. Pensé en cuántas historias se podrían, yo podría en realidad, escribir sobre su vida y, tal vez, su muerte. Cuánto podría averiguar y cuánto inventar, pero lo cerré. Acaricié su tapa, suspiré, pensé en la guerra, en todas las guerras, y me marché.
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Me fui con mi pan, mis libros y la sensación de que miles de ojos me observaban en mi regreso a casa. Los de todas las vidas que sobre aquellas mesas, entre las manos de unos y el dinero de otros se amontonaban.
«Cuando yo muera, que nada quede», pedí. No al menos así. No quiero ser el recuerdo de una vida sobre una mesa atestada en un rastro de ciudad. No quiero ser un fantasma atado a unas fotografías sin dueño en un álbum sin final.
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