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Un favor envenenado

La cultura debería ser vista como cualquier otra profesión y, por tanto, los que trabajamos vinculados a ella, remunerados, pero no siempre es así

No hace mucho, en un acto cultural, una asistente me preguntó si cobraba por lo que hacía; es decir, disertar sobre la literatura actual y ... la edición. Puede parecer una pregunta extravagante, pues todo el mundo entiende que, ¡por supuesto! ¿Cómo no vas a cobrar por aquello que haces? Pero no lo es en absoluto cuando tu profesión se centra en el mundo cultural (en el más amplio sentido de la palabra).

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La cultura debería ser vista como cualquier otra profesión y, por tanto, los que trabajamos vinculados a ella, remunerados, pero no siempre es así. Al parecer, es pensada por muchos como un pasatiempo y no como una carrera, lo que lleva a la fea costumbre de no pagar, por ejemplo, a autores y periodistas (que es lo que más conozco) por, repito, su trabajo. Así, nos encontramos con que es habitual ofrecer visibilidad a cambio de colaboraciones y trabajos varios. El argumento es que eso nos da a conocer y permite construir mejor nuestra trayectoria. Suena bonito, casi parece un favor, pero es falso. Es una propuesta envenenada, como la manzana de Blancanieves. Y lo digo por experiencia. Son muchas las tareas que he hecho a cambio de una notoriedad que no era tal. Una vez terminado el quehacer, mi popularidad era igual o parecida porque, seamos serios, no estamos hablando de salir en el programa de Oprah o de escribir un libro con Sthephen King. Además, resulta que los autores y periodistas tenemos facturas que pagar. Facturas que el supuesto posicionamiento, trabajar con un gran equipo, bla, bla, bla, no pagan.

Hace ya tiempo que no acepto estos trabajos. Solo lo hago si se trata de centros educativos; instituciones, ferias y semanas culturales sin ánimo de lucro (más allá de la propia supervivencia); bibliotecas u organismos similares; para ayudar a otros en mi misma situación o porque la visibilidad, aleluya, es real. En los demás casos, y si vas a sacar un beneficio económico con mi trabajo (libro, guion, sección, reseña, ponencia, etc.), págame. Es muy sencillo.

Mi trabajo es tan importante como el de cualquier otro y por tanto me gustaría ser tratada como tal. ¿Saben cuánto cuesta escribir un libro? ¿Hacer un guion? ¿Preparar una sección de calidad para un programa de radio? ¿Preparar una buena presentación? ¿Escribir artículos? ¿Hacer críticas? ¿Mantener un portal cultural? Todo eso lleva tiempo –ni se imaginan cuánto–, esfuerzo y un bagaje, en general, de años de estudios, lecturas, prácticas, análisis, visionado audiovisual, etc. Eso se debe pagar como se hace con cualquier otra profesión. ¿Acaso no se paga al electricista, carnicero, repartidor, hotelero o asesor fiscal? Imaginen lo contrario. Me llevo este solomillo y, en lugar de pagarlo, hablaré bien de su establecimiento a mis amigos. Ahora cambien solomillo por libro. ¿Qué les parece? No está bien, ¿verdad? Y esto es solo un ejemplo.

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Soy consciente de que el problema no solo radica en la idea de que la cultura es algo así como un hobby, sino en la cantidad de personas que sí aceptan hacer estos trabajos de forma gratuita. ¿Motivos? Porque sus ingresos principales provienen de otra fuente; por ego y fama (efímera, pero tentadora); porque se creen de verdad lo de la visibilidad. Cada uno tendrá sus razones, pero fomentan el trabajo gratuito. Y no me olvido, claro, de quienes lo ofrecen y se aprovechan. Esos a los que, cuando les das tus tarifas, no te vuelven a llamar y te sustituyen por cualquiera que lo haga gratis, tenga o no los conocimientos adecuados. ¿Es esto lo que queremos?

Sin duda, esta situación debería hacernos reflexionar. ¿Cuántos libros, películas,    o canciones no se publicarán? ¿Cuántos periodistas dejarán su profesión? ¿Cuánta calidad se quedará por el camino? ¿Cuánta profesionalidad? ¿Cuántos escritores abandonarán? Lo triste es que, temo, ya sabemos las respuestas.

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