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Como el mal amor

La noche se nos antojaba eterna, pero tuvimos que aprender a sortear comportamientos impertinentes, bruscos e incluso, en algunos casos, peligrosos, por parte de hombres que no entendían lo que significaba no. Que no entendían que el deseo debía y debe ser algo consentido

Fuera llueve. Cuando lean esto, quizá haga sol. Quizá esté nublado o quizá las gotas sigan empapando el cristal. No lo sé, pero hoy, fuera, ... llueve. Y en ese repiqueteo siento cómo el pasado se acerca para recordarme una y mil historias de besos y caricias sin permiso, de roces insolentes y situaciones que pensaba olvidadas o, al menos, muy lejos, pero que no lo están. Situaciones no solo vividas por mí, sino por muchas mujeres con las que compartí noches de risas, bailes y fiestas en esos años de juventud en los que la luna parecía rielar solo para nosotras. Esos años en los que la noche se nos antojaba eterna, pero en la que tuvimos que aprender a sortear comportamientos impertinentes, bruscos e incluso, en algunos casos, peligrosos, por parte de hombres que no entendían lo que significaba no. Que no entendían que el deseo debía y debe ser algo consentido.

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Bailes demasiado cerca. Tanto que el aliento se podía oler y también la loción de afeitar, la colonia y hasta el sudor. Sudor que se pegaba, como el mal amor. Bailes sin permiso que te cerraban el paso. A derecha y a izquierda. Atrás solo había pared. Columnas de espejos. Pasillos negros. Mejor hacia delante, pero ahí estaba él, cada vez más cerca, para hablarte de tus labios, tu escote, tus piernas, tus ojos, de... De lo que te quería hacer. Tú no podías retroceder. Él daba otro paso. Y llegaba el roce. En el brazo, el hombro, la cintura. El muslo. Más abajo. También. Si podía, también. Entonces, nunca sabías muy bien cómo, pero te ibas. Nosotras siempre nos íbamos. Todavía nos vamos. Bajamos la cabeza, avergonzadas, y nos vamos. Ellos se quedaban. Se quedan. Cabeza alta. Sonrisa aviesa. Orgullosos. Ojos inquietos en busca de un nuevo cuerpo para arrimase a él y sentirlo. Sentirlo, aunque no tuvieran permiso para hacerlo; tocarlo, aunque no tuvieran permiso; besarlo incluso, aunque no tuvieran permiso.

Barras de bar. Duras. Madera. Metal. Cuerpos de extraños que se colocaban justo a tu espalda. Hablabas con el camarero. Pedías tu consumición. Esperabas. Sonaba esa canción. Tu canción. Qué ganas tenías de ir a bailar porque, a pesar de todo, a pesar de que en la pista, lo sabías, acechaban algunos de esos tipos, tú bailabas. La noche era tuya. Joven y larga. Además, estabas acostumbrada. Todas lo estábamos. Todavía hoy, tantos años después, lo estás. Esperabas la copa. Tardaban. Demasiado para ti. No así para los cuerpos extraños que se pegaban al tuyo. Se arrimaban. Se rozaban. Notabas su deseo. Hinchado. Se pegaban más. Por fin llegaba tu copa. La cogías, pagabas y te marchabas de la barra sin mirar atrás. No querías ver. Sólo la pista. La música y tus amigas. Lo otro terminaba en un lugar y un tiempo que arrinconabas. ¿Qué otra cosa podías hacer? Aprender a salir airosa; aprender a protegerte. Aprender a diferenciarlos. Un radar. ¿Viene unido a nuestro natural ser? No. Es algo que se educa con el tiempo. Con las experiencias, las buenas y malas decisiones, las noches y los días.

¿Cuántos años han pasado desde entonces? ¿Desde que esos tipos paseaban impunes, con aire triunfante, por nuestras vidas? ¿Desde que, por fuerza, nos acostumbramos y aprendimos a convivir con ellos? Mejor no contarlos. Sería triste comprobar cómo algunas conductas de un pasado que entendíamos superado, no lo están. Sería triste constatar que hoy, como ayer, hay quien todo lo confunde.

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Fuera llueve. Cuando lean esto, quizá haga sol. Quizá esté nublado o quizá las gotas sigan empapando el cristal. No lo sé, pero hoy, fuera, llueve. Y en ese repiqueteo siento el pasado demasiado cerca. Tanto que lo puedo oler. Como el sudor que se pegaba en aquellas noches; como el mal amor.

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