La moral es un tema complejo sobre el que, a lo largo de la historia, se ha estudiado, discutido, reflexionado y escrito mucho. La moral ... como guía de lo que se considera correcto para que una sociedad funcione y avance; la moral como precepto de comportamiento individual y/o colectivo. Hay muy diferentes definiciones y teorías sobre lo que realmente significa la moral, y una parte de ellas enfrentadas. Hoy, además de las ya conocidas, ampliamente debatidas, podríamos añadir la moral de sofá.
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Esta nueva moral, nacida a la sombra del auge de las redes sociales y su influencia, está basada en la idea de que uno debe saber discernir claramente, en todo caso y circunstancia, con independencia de las características de cada hecho a calificar, la diferencia entre el bien y el mal. No hay posibilidad de duda, flaqueza o vacilación. Saber absoluto que deja de lado completamente cualquier posible divagación sobre la ética o la moralidad filosófica. No hay reflexión, solo práctica. Saber absoluto que acaba también con el relativismo universal. Y todo esto desde la comodidad del sofá a golpe de tuit, post, entrada o como sea que cada uno lo llame en función de la plataforma social que utilice.
Es algo, esto de la moral de sofá, que me tiene maravillada porque yo sí dudo. Hay muchos temas relacionados con la moral que me confunden, me hacen tener sentires y pensamientos encontrados. Un conflicto interior que, a veces, con el paso del tiempo y una reflexión sosegada, inclina mi balanza de opinión hacia un lado. Otras, en cambio, no se ladea para ninguna posición en concreto y permanece en constante batalla, pues ni lo sé todo ni nunca lo sabré.
Y miren que lo de no alcanzar a saber más, a los que nos gusta tanto la gracia del conocimiento, nos llena de frustración. El vacío de la razón es un vacío terrible.
«La moral es una ciencia que enseña, no cómo hemos de ser felices, sino cómo hemos de llegar a ser dignos de la felicidad», decía Kant. Cada día me cuesta más ser kantiana –algo que siempre he sido desde que lo estudié por primera vez a la difícil edad de la adolescencia– porque el mundo no me lo pone fácil, pero el prusiano tenía razón. Enseñar y por lo tanto aprender. Yo quiero seguir aprendiendo.
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Y al escribir estas líneas que hoy comparto con ustedes, sé que me expongo a que se me califique de equidistante. También de cobarde por no decir lo que pienso sobre algunos temas, y que eso –ocurre cada vez con mayor frecuencia. Más de las que una sociedad tan imbuida de la moral debiera permitir– lleve al ataque. No tener una opinión sobre un asunto concreto o tenerla y no compartirla es hoy, al parecer, una debilidad cuando, a mis ojos, la debilidad reside justo en el polo contrario. En aquellos que creen que su saber es absoluto y su moral, la única válida. La verdadera. La auténtica. La que se debe seguir. En base a ella enjuician cómo se deben levantar las naciones y erigir las leyes. Una moral de sofá que se mueve de drama en drama, como si de un juego de mesa se tratara, para malpresumir de sapiencia e ilustración.
Una moral que esconde, en realidad, una grave y terrible dualidad bajo la viralidad con la que una opinión se considera en nuestros días la única y correcta, la buena (que peligrosa es esta palabra asociada a moral), la adecuada, y que a mí, ciertamente, me produce miedo porque no hay en el mundo nada peor que aquellos que se creen en posesión de las verdaderas reglas morales que a todos nos deben gobernar.
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