Sobre la vida
La palabra devuelta por ese tiempo empeñado en quedarse con todo a medida que pasa a nuestro lado, a medida que arranca hojas de nuestro calendario, ha regresado sombría e inquieta
Mi primer acercamiento como escritora a la literatura fue de niña. Escribí un soneto que titulé 'Sombra' y dediqué a la muerte. Como es de ... suponer, aquella singular oda causó más estupor que entusiasmo. Mi profesora no estaba demasiado contenta con la idea de que alguien de tan corta edad, y que poco sabía o debía saber entonces de la muerte, escribiera sobre tema semejante, por mucho que a mí me inspirara el asunto y por mucho que me hubiera esforzado en escribirlo. Le regalé muchas horas a aquel poema mientras fuera, al sol, mis primos jugaban. Les oía a través de las ventanas abiertas, pero yo me quedé en la cocina de mi abuela, en su caserío, peleándome con el diccionario. Todavía recuerdo los primeros versos, pero el resto, como tantas otras cosas, se las llevó el tiempo. No conservo copia escrita y mi memoria, a pesar de que me gusta presumir de ella, no es capaz en este caso de darme, tras el inicio, más que simples palabras sueltas. No creo que sea capaz de recuperarlo y quizá por eso, quién sabe, es tan especial.
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Después de aquella experiencia, más veces he escrito poesía, pero pocas la he compartido. Es mía. Íntima. Reservada solo a mi propia soledad. Y muchas más he escrito, por supuesto, diferentes textos sobre y a la muerte. De hecho, está muy presente en la mayoría de mis obras, por lo que algunos lo consideran una particularidad de mi trabajo, sea este del carácter y/o género que sea. Yo, en cambio, simplemente lo veo como una forma -quizá peculiar, he de admitir- de entender la vida. Las distintas vidas, en realidad, y sus devenires. De comprender lo frágiles que somos y cómo el tiempo, el mismo que se llevó aquellos primeros versos sobre este tema, es un segador implacable que no perdona. Celoso y egoísta.
El tiempo que pasa y el que se queda ancorado, como solidificado, para recordarnos lo que tuvimos y perdimos o lo que nunca tuvimos y aún ansiamos tener. El tiempo que se vive mientras se intenta vivir otro, diferente en la mayoría de los casos; también uno futuro e imaginado; y, a veces, uno pasado. ¿Cuál de todos ellos es más tirano? No lo sé. Siempre me lo pregunto y no encuentro la respuesta. Tal vez no la haya.
El tiempo que se lleva las palabras, las arranca, las roba, y luego las devuelve, cuando uno menos lo espera, o cuando uno ya no las quiere, en forma de un texto como este que ahora ustedes leen. Un texto que me había prometido no escribir porque la muerte suelo guardarla para mi ficción y no para la realidad. Suelo utilizarla como musa, pero en este artículo, hoy, no es una musa.
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Quizá, no les voy a engañar, este texto no es lo que yo quería escribir ni tampoco lo que ustedes esperaban leer esta mañana, pero la palabra devuelta por ese tiempo empeñado en quedarse con todo a medida que pasa a nuestro lado, a medida que arranca hojas de nuestros calendarios, ha regresado sombría e inquieta, mas presta para componer cada una de estas líneas, cada uno de estos párrafos, y hacerlo además con pluma melancólica.
Les decía que escribir de la muerte es, al menos para mí, escribir de la vida. Este texto y estos pensamientos que hoy comparto con ustedes tratan, sí, de muerte, tiempo, fragilidad y sombras, pero también de vida. ¿Cómo es eso posible? Es entonces cuando me acuerdo de Virginia Woolf. Ella responde mejor que yo a esa particular preocupación que a veces mueve tan diferentes historias, incluida esta. Ella decía que «quería escribir sobre todo, sobre la vida que tenemos y las vidas que hubiéramos podido tener. Quería escribir sobre todas las formas posibles de morir». Sobre la vida.
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