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Cuando la vida se agita, yo leo a Baroja

Esto de regresar a un tiempo pasado, imagino, les ocurre también a todos ustedes y creo, tal vez me equivoque, no lo sé, sucede más a menudo a medida que avanzan los años

Jueves, 3 de agosto 2023, 21:36

Cuando estoy cansada; cuando parece que la vida se agita en demasía; cuando tengo la sensación de que a mi alrededor, sin yo poder hacer ... nada, el mundo se vuelve loco, leo a Baroja. Sobre todo sus cuentos. Tengo una edición antigua, muy usada, de tapa blanda, bolsillo, de 1992. Es de Alianza Editorial y su primera impresión está fechada en 1966. La que yo tengo es, aunque no lo ponga en la portada con letras capitales, enormes y a muchos colores -como se hace hoy en día-, la decimoséptima. Treinta y seis cuentos que abarcan toda una vida de letras y que me acompañan y me dan luz en esos momentos en los que uno se siente vulnerable.

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Leo a Baroja y recorro con él, con su lluvia, su niebla y su sensibilidad lírica, todas las ideas que un día le cortejaron. Ideas, algunas, con las que estoy de acuerdo y otras con las que no porque en esto de leer, como todo en la vida, lo sano reside en el equilibrio entre lo uno y lo otro. Así, respiro, hago pie, levanto la cabeza, siento las gotas de lluvia sobre mi rostro y, de vez en cuando -también me pasa cuando leo a Atxaga o a Unamuno-, regreso sin moverme del sitio al caserío vasco donde viví mis primeros años de vida; al caserío de mi abuela. Y es que el origen es importante. Para lo bueno y lo malo.

Esto de regresar a un tiempo pasado, imagino, les ocurre también a todos ustedes y creo, tal vez me equivoque, no lo sé, sucede más a menudo a medida que avanzan los años; a medida que la vida empieza a tener más en el ayer que en el hoy. En mi caso, es curioso, sobreviene este volver y este repasar a Baroja en verano. El estío es para mí como una singular máquina del tiempo. Veo y huelo flores, tormentas, árboles, ando caminos, visito luces y sombras y pienso, de forma instintiva, no lo puedo evitar, en ese tiempo que ya se fue. ¿La infancia? Quizá, aunque es más una evocación melancólica completa de un período más amplio que la sola niñez, y que se instala con comodidad en mis sentidos durante los días de más calor, cuando el sol brilla en lo alto, las golondrinas juegan entre sí en un cielo raso y azul, y la tierra huele a… ¿A qué huele la tierra? Al rocío de la mañana, calor del mediodía, canícula tardía y sed de noche. Sí, ese es su olor. Sus olores. Prueben. Acérquense a un parque, a una campa o un prado y cierren fuerte los ojos. Entonces, solo huelan. Déjense llevar por los múltiples olores que componen el verano y con ellos, con toda probabilidad, también vendrá esa memoria de la que les hablo.

Después, cuando llega primero el otoño y tras él, raudo, el invierno; cuando de cano se quieren vestir los campos por la mañana, en esa época, esta especial sensación melancólica casi desaparece. Casi. Se esfuma como, poco a poco, lo hace el calor con la caída, cada vez más presurosa, de las hojas del calendario porque, ¿se han fijado que el año corre más aprisa cuando siente que su final se acerca? Y Baroja se aleja con él. Suele regresar, claro, de vez en cuando. Para acompañarme en mis pensamientos, textos, ideas, luchas internas, sentires e imaginación. Para estar y crear. Como él, otros. Como él, cientos.

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Cuando estoy cansada; cuando parece que la vida se agita en demasía; cuando tengo la sensación de que a mi alrededor, sin yo poder hacer nada, el mundo se vuelve loco, leo a Baroja. Sobre todo sus cuentos. Así que, lean. Sientan. Vivan.

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