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Gijón. Sobrecogedora fue la imagen del Muro sin un alma en todo el paseo. J. C. Tuero
Un calor invisible: las imágenes de las calles desiertas de Asturias durante la pandemia
Cinco años de la pandemia

Un calor invisible: las imágenes de las calles desiertas de Asturias durante la pandemia

Vacío. Era inmenso y ocupaba cada rincón cotidiano de nuestras vidas en los días más difíciles de la pandemia

Miércoles, 19 de febrero 2025, 13:05

Para todos los que tuvimos la inmensa suerte de no perder a alguien cercano en la pandemia, la primera imagen que se nos viene a la memoria de los días más difíciles de aquella vivencia, traumática para todos, es probable que sea la de las calles vacías de nuestra ciudad o pueblo. No eran las de las primeras horas de luz de un domingo cualquiera o de la mañana en que comienza un año nuevo. Tampoco las aceras y avenidas despejadas momentáneamente que deja una galerna invernal. A través de nuestras ventanas, intranquilizaba pensar que esa estampa fantasmal de lo cotidiano no la iba a quebrar la aparición fortuita de un corredor, unos fiesteros trasnochados o la silueta de un viandante que desafía el temporal con su paraguas. Aquellos eran un vacío y un silencio que realmente acongojaban.

Oviedo

La plaza de la Catedral parecía crecer a la vista, sin el trajín habitual. Pablo Lorenzana

Avilés

La plaza del Ayuntamiento de la Villa del Adelantado también quedó temporalmente sin vida. Omar Antuña

Siero

El aparcamiento de Parque Principado, completamente vacío. Pablo Nosti

Langreo

Mesas y sillas vacías en una terraza. J. C. Román

Mieres

La plaza de Requejo sin su característico bullicio. J. C. Román

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Los poetas románticos nos habían enseñado que la muerte ama la quietud y, hasta en la película menos afortunada del género de terror o de catástrofes, esos espacios sin un alma en los que no se oye nada son el preludio del terror o la prueba de que ya ha sucedido algo aún más espantoso. En aquellos días largos y oscuros ese sobresalto se materializaba en las sirenas de las ambulancias que pasaban veloces por las calzadas desiertas, la impresión de que el enemigo invisible viajaba en su interior y de que, en cualquiera de ellas, en unas horas o unos días, podríamos ir nosotros o algún ser querido atrapados por el monstruo. El contrapunto de alivio lo daba el paso de otros vehículos a su ritmo ordinario: el de la policía, los furgones de reparto, el camión de la basura o los contados autobuses públicos que transportaban a los entonces llamados trabajadores esenciales. Todos ellos signos fehacientes de que el mundo no se había acabado. En aquellos días, semanas (ni siquiera la memoria selectiva es capaz de precisar cuánto duró ese tiempo que ahora nos parece tan lejano), hubo muchas otras señales de que la vida seguía y de que nos acompañaba en medio de la angustiosa incertidumbre. El canto y el piar de los pájaros, incluidos los que asociamos al mal agüero, como cuervos y pegas, incluidas las ruidosas gaviotas, hacía más soportable el silencio de las calles, consolaba con su música. O las voces y las risas de los niños, la mágica canción de sus juegos, atravesando los tabiques de los pisos en los que compartíamos confinamiento.

La primavera adelantada de aquel marzo en los jardines o parques que vislumbrábamos desde nuestros balcones también nos devolvía un poco de esperanza con sus mejores colores. Y si había un enemigo invisible segando vidas por cualquier rincón de ahí afuera, también crecía un coloso dotado del mismo superpoder de la invisibilidad que nos daba la mano para salir del horror: la solidaridad colectiva y la respuesta de quienes cumplían con un deber hasta entonces no reconocido en su importancia. Llenaba con su calor el Muro vacío de San Lorenzo en Gijón o la plaza de la Catedral de Oviedo, las calles sin alma de ciudades y pueblos y corría sin desmayo por la última caleya. Su rostro luminoso es la otra imagen que nos acude a la memoria cuando evocamos aquellos días difíciles de olvidar.

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