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Sobre estas líneas, Toño Martos, rodeado de algunos cuentos de su colección. Abajo, una edición minúscula. :: FOTOS: NEL ACEBAL

El hombre de las 2.000 Caperucitas

Toño Martos atesora una de las mayores colecciones del célebre cuento, que tampoco escapa al machismo

A. VILLACORTA

Lunes, 7 de mayo 2018, 00:14

Érase una vez un profesor del IES de Infiesto que, allá por los años setenta, les puso un ejercicio a sus alumnos con 'Caperucita Roja' como excusa y lo que se encontró, cuando fue a corregir las redacciones, fue que cada uno de ellos había elegido un final diferente para la historia. «Aquello me dejó perplejo, fuera de órbita», recuerda como si aquel día fuese hoy.

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Ese es el inicio del particular idilio de aquel docente de Inglés y Literatura, de nombre Toño Martos y hoy ya jubilado, con ese cuento de transmisión oral que se difundió por buena parte de Europa antes de quedar plasmado en diferentes textos. Todos, con un nexo común: su protagonista, que siempre lleva puesta una caperuza de color rojo. Y el inicio también de una colección de ediciones procedentes de todo el planeta que Martos ha ido reuniendo a lo largo de más de cuarenta años y que ya suma más de dos mil volúmenes que le han convertido en todo un experto en la materia.

«Los últimos que me han llegado han sido dos ejemplares de Marruecos», relata este hombre que siempre se ha definido como «un culo inquieto» porque, al fin y al cabo, «¿qué es una persona sin aficiones?», se pregunta.

Así que, para empezar por el principio, se puso a bucear en las dos versiones más célebres de la historia en la que una niña es enviada por su madre con comida a casa de la abuelita, que vivía en una casa en el bosque y que estaba enferma: la de Charles Perrault y la de los hermanos Grimm. Aunque, si tiene que elegir entre las dos, Martos no alberga dudas: «A diferencia de la mayoría de la gente, que prefiere la de los Grimm, yo me quedo con la de Perrault, que me parece mucho más elegante».

Fue el francés el primero que recogió esta historia para incluirla en un volumen de cuentos infantiles (1697) en el que destacaba sobre las otras por ser, más que un cuento, una leyenda bastante cruel, destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos. Aunque, eso sí, tuvo el detalle de suprimir los elementos más escabrosos de las versiones originales, como el lance en que el lobo, ya disfrazado de abuela, invita a la niña a consumir carne y sangre -pertenecientes a la anciana a la que acaba de descuartizar- y a la que posteriormente obliga a acostarse con él desnuda tras hacerle quemar toda su ropa.

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Es, según Toño Martos, «una versión en la que las mujeres no quedan nada bien paradas porque la madre no piensa y envía a Caperucita al peligroso bosque, la abuela está enferma y la niña se deja engañar por el lobo». O lo que es lo mismo: «Perrault intentó dar toda una lección moral sobre lo que pasa cuando dejas a las mujeres solas, a las chicas jóvenes y guapas que desobedecen a mamá y hacen lo que les da la gana».

Las cosas no mejoraron mucho con la versión de los Grimm -que en 1812 dieron otra vuelta de tuerca a la historia que hizo que Caperucita fuera conocida casi universalmente-, que, aún hoy en día, es la más leída.

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Se trata de una narración más inocente -y con menos elementos eróticos que las publicadas anteriormente-, en la que, además, añadieron un final feliz en el que, justo antes de que el lobo se coma a Caperucita, la pequeña grita y un leñador que estaba cerca rescata a la niña, mata al lobo, le abre la panza y saca a la abuelita, milagrosamente viva. O lo que es lo mismo: «Cuando interviene un hombre, todo se soluciona».

El enfrentamiento entre géneros está también presente -en esta ocasión, plasmado, además, muy gráficamente- en uno de los cuentos de la colección Martos. Un ejemplar en Braille editado por la ONCE en el que, «cuando uno pasa las manos por el borde de sus páginas, descubre la forma de un falo».

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Y es que, resume el profesor, «hay versiones con unos significados bestiales». Por ejemplo, «la edición de una sociedad masónica repleta de símbolos secretos». Una tendencia que ya inauguraron autores como el ilustrador Gustave Doré, que «introdujo una cajita de rape y un gato negro con el que simboliza al diablo».

La intercesión de Alá

Pero no es necesario irse a las ediciones masónicas para encontrar significados ocultos. De Filipinas (con textos en tagalo e inglés) a China pasando por Siria, es posible recorrer el mundo a través de las estanterías, cajas y cajones donde Toño Martos guarda su colección. Esa en la que ha descubierto, por ejemplo, que, «en el mundo árabe, Caperucita se salva gracias a la vigilancia de Alá, que envía a un hombre armado con un cuchillo para defenderla».

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Sorpresas que, a veces, aparecen «tras pasar muchas horas escudriñando las ilustraciones, en las que se ve cómo cada cultura va adaptando el cuento».

Es el caso de las versiones en asturiano. «Hay dos y en las dos Caperucita se transforma en Capiellina», pero, a decir del experto, «fallan en cosas como que, si se quiere hacer una buena adaptación, en lugar de una torta de pan o de un tarro de miel, la protagonista debería llevar unas manzanas y calzar madreñas» siguiendo el ejemplo de otras comunidades como Cataluña, donde «lo que lleva Caperucita son butifarras».

Toda una vuelta al mundo que Toño Martos ha dado gracias a los ejemplares que le consiguen amigos y familiares en otros países y a través de internet. «Por ejemplo, mi hijo acaba de encontrar dos cuentos en Mauritania por catorce dinares», cuenta.

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Precisamente dos amigos -uno de ellos irlandés y el otro inglés- fueron quienes le regalaron el ejemplar más antiguo de sus fondos: una Caperucita de 1807 publicada por Marks & Spencer que, en su día, costó un penique.

«Lo más que yo he llegado a pagar han sido 300 dólares por un estudio universitario», aclara Toño Martos, que al principio se enfrentó a los «estás chiflado» de su mujer con estoicismo y que no vendería su colección ni por todo el oro del mundo: «Tener algo así es como tener un hijo o, más bien, varios», bromea.

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Y, si de entre todos sus vástagos tuviese que quedarse con uno, la elección también está clara: «Me quedaría con una Caperucita minimalista que tengo. Un cuento delicioso que no emplea más de veinte palabras para contar la historia y que se lee en menos de un minuto».

Menos es más y, por eso, él escoge a Perrault, que «solo escribió nueve cuentos, pero son todos para quitarse el sombrero». Nada que ver con los Grimm, autores de más de doscientos, «así que alguno tenía que haber bueno», bromea.

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Eso sí: «Si quieres que un niño sueñe, dale a Hans Chistian Andersen». Palabra de abuelo.

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