Laura Castañón regresa al pasado
La escritora publica su esperada nueva novela, 'La geometría de la memoria', de la que hoy ofrecemos un adelanto en exclusiva
Viernes, 19 de septiembre 2025, 02:00
Adelanto. Tras la exitosa trilogía que abrió en 2013 con 'Dejar las cosas en sus días' y cerró seis años después con 'Todos los naufragios', ... Laura Castañón regresa a las librerías. El silencio ha sido largo, aunque no total, porque la escritora no ha abandonado sus textos en estas mismas páginas. La cuarta novela se ha hecho esperar y llega con este otoño. 'La geometría de la memoria' es un ejercicio a dos tiempos, una mezcla de la época actual con la guerra civil y el franquismo, en la que la autora se manifiesta de nuevo como una de las grandes narradoras de hoy. Se presentará el 30 de octubre en el Antiguo Instituto con el Aula de Cultura de EL COMERCIO y La buena letra.
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ELSA
El día en que empecé a conocer la verdadera historia de Violeta Quirós fue el mismo en que tuve la certeza de que mi hija era fascista.
Lo segundo fue más importante que lo primero, claro, así que aunque me temo que semejante extremo saldrá sin remedio en esta historia, de momento solo señalaré que la evidencia de que la dulce y rubita Nadia, la niña de nuestros ojos, hubiera dado el paso para que sus convicciones privadas, que discutíamos hasta la saciedad en las comidas de los domingos, se concretaran en una exhibición pública de lo que yo siempre pensé que tenía que ver con el puro espíritu de contradicción adolescente, me llegó a través de una pantalla: la de la tele, porque estaba yo terminando de rebozar pescado cuando en el informativo pusieron las imágenes de una manifestación que protestaba contra las ayudas a los inmigrantes y allí estaba la niña, la melena rubia al viento, la cazadora aquella que no se quitaba nunca, gritando algo como España para los españoles y al lado de unos sujetos que llevaban una bandera con el aguilucho. Como si ella supiera.
En cambio, la verdadera historia de Violeta Quirós, o su prólogo, me llegó por teléfono, cuando en la sartén crepitaba la merluza a la romana y en mi corazón se desataban las mil furias y construía mentalmente miles de frases con las que fulminar a Nadia. No iba a coger el teléfono: primero porque el número era desconocido, y segundo porque mucho me temía que fuera de alguien que también la había visto en la tele y me llamaba para compadecerme o para recabar algún tipo de detalle que permitiera posteriores cotilleos, que la gente es así. Pero no. Era la voz de un hombre y preguntaba por mí, con mi nombre completo, por el que nadie me llamaba, y mis dos apellidos.
–Sí, soy yo.
Que ya imaginaba que la llamada me resultaría rara, dijo, y que tampoco le había resultado fácil dar conmigo. Quise decirle que por poco que hubiera buscado en Facebook me habría encontrado, pero como tenía curiosidad por saber quién era y qué quería, lo dejé hablar mientras me concentraba en escurrir las rodajas de pescado que ya empezaban a tener un tono dorado muy peligroso. Le advertí que lo de Elsa María, mi nombre completo, solo era a efectos oficiales y que por favor me llamara solo Elsa, mientras me callaba lo del tuteo, puesto que aún no tenía idea de cuál era el objeto de la llamada, y entonces me preguntó a bocajarro:
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–¿Recuerda usted a Violeta Quirós?
Coño. Violeta Quirós, sí. Cuánto tiempo...
–Me llamo Salvador Quirós y soy sobrino suyo. Mi tía falleció hace cuatro años, pero hasta ahora los sobrinos no nos habíamos dedicado a revisar su casa. Lo dejamos todo como lo tenía, entiéndame, una vez descartados los objetos de valor y eso... Ahora por fin nos hemos puesto de acuerdo para vender esa casa, y a la tarea de deshacernos de la mayoría de todo lo que tenía allí, los libros, sus cosas, bueno, ya sabe, lo que es deshacer una casa... Y en un cajón nos hemos encontrado un paquete que es para usted. No teníamos ni idea de quién podía ser, pero mi prima encontró una carpeta donde guardaba las listas de las alumnas que tuvo en el instituto, por cursos. Allí encontramos su nombre, entre los alumnos de 2º de BUP del curso 76/77.
–¿Y dice que es para mí?
–Sí, lo pone muy claro: Para entregar a Elsa María Acevedo Godínez, número 2, de Segundo A. Está envuelto, y muy cerrado con celo y naturalmente no lo hemos abierto, pero juraría que se trata de un libro o algo así. O un cuaderno.
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–Vivo en Madrid. Hace muchísimos años que no voy por Valdeablanal.
–Yo también, en Pozuelo. Estaré aquí en Asturias hasta la semana que viene. Luego volveré a Madrid, y si quiere, la llamo y nos vemos y se lo entrego. Lo cierto es que es lo único que encontramos con destinatario. No había nada personal para ninguno de los sobrinos, aparte de la casa. Pero creo que a alguno le dio un poco de envidia eso de encontrar un paquetito con su caligrafía ya muy deteriorada, distinta de la que todos recordábamos, para una, digamos, desconocida. No me lo tome a mal. Nunca la habíamos oído mencionarla, pero hay que reconocer que en sus últimos años tampoco tenía la cabeza muy allá. Veníamos de vez en cuando a verla y nos asegurábamos de que estaba cuidada. Hay tal cantidad de papeles, carpetas, libros... No sé qué vamos a hacer con todo, salvo cerrar los ojos y tirarlo sin mirar.
Acerté a decirle que a mí sí que se me hacía raro que me hubiera dejado algo tanto tiempo después. Tendría que bucear en mi memoria acerca de la relación con Violeta Quirós buscando algún detalle que justificara que unos cuarenta años más tarde me recordara y quisiera dejarme una pertenencia, fuera la que fuera. Solo fui alumna suya durante un curso, justo el último en que su asignatura formó parte del currículum, y no había vuelto a verla. En realidad, después de COU le perdí la pista a todo el mundo.
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Guardé el teléfono de Salvador Quirós en los contactos por pura costumbre y no tuve tiempo a pensar demasiado. Acababa de poner la mesa cuando con minutos de diferencia entraron primero Íñigo y luego Nadia. Fran no llegaría hasta la noche y ya era una costumbre prescindir de la figura paterna a la hora de la comida.
–Contigo tengo que hablar yo –le grité a Nadia a tiempo para que el pronombre quedara subrayado por el portazo de su habitación. La voz atenuada de mi hija llegó desde el interior.
–Yo, en cambio, no tengo nada que hablar contigo.
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Íñigo cogió una aceituna y se la metió en la boca.
–Mira que te vengo avisando.
Y era verdad. Hay cosas cuya dimensión no conoces hasta que no sale en la tele, quién lo diría.
Pensé que, de todas formas, que al menos aquel día no iba a hablar con Nadia. Ella no estaba por la labor, como casi siempre, y yo, las cosas como son, aún no lo sabía, pero en mi cabeza empezaba a crecer una enredadera, que a medida que pasaran las horas y los días iba a terminar por atraparme por completo: la historia de Violeta Quirós tan antigua en sus raíces y sin embargo tan inesperadamente presente en mi memoria y, lo que era peor, tan próxima a la deriva ideológica de Nadia.
DOS (Elsa)
Una está tan tranquila, en su casa, con sus problemas de diario, ese confuso cajón de sastre donde se mezclan los calcetines desparejados, la lista de la compra, las tareas pendientes del trabajo y las complicaciones que representan, el temor por lo malo que pueda acechar a los hijos y la impotencia, porque todo era más sencillo cuando de pequeños se les castigaba sin jugar con la Play, y hasta la preocupación por la previsión meteorológica para el fin de semana en que tenías previsto una escapada a la sierra con un grupo de parejas amigas. Y de pronto, una llamada que no necesita anunciar ningún apocalipsis personal, ninguna tragedia familiar, no, una llamada bastante inocente, y esa colección de preocupaciones que se enroscaban sobre sí mismas quedan relegadas a un rincón, y es la urgencia lo único que cuenta.
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En este caso la urgencia era trepar hasta el altillo de los armarios de la entrada hasta encontrar una caja que permanecía tal cual la había dejado después de la última mudanza. Allí habían ido a parar las cosas que me traje a Madrid cuando nos vinimos aquel verano del 79.
(...)
Así que aquella foto, que por lo pronto me había devuelto a Romero y los entrenamientos de voleibol, debió de hacerse en algún partido, pero no lograba recordar en cuál ni por supuesto el resultado, pero por nuestras caras parecía haber sido bueno, porque era obvio que, por los pelos que llevábamos, ya habíamos jugado y seguramente nos habíamos batido el cobre de lo lindo. La cola de caballo que yo me ponía siempre para jugar había abandonado su posición en la coronilla y había ido bajando, dejando algunos mechones sueltos por el camino. Las dos chicas que me acompañaban eran, sin duda, Marga y Cata. Marga había sido mi más mejor amiga, como diría mi hijo Íñigo con su voz de ñiñiñi. De Cata me acordaba menos, salvo de los mates prodigiosos que hacía en los partidos. Creo que en cuanto terminamos COU, se casó con el novio que tenía desde la EGB, pero apenas puedo recordar su cara.
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Y Violeta Quirós a nuestro lado. Seguramente el partido había tenido lugar en nuestro instituto, porque a ver qué razón había para que ella hubiera viajado con la expedición si jugábamos fuera, pero no podía identificar dónde podía haber sido tomada. A Violeta Quirós, le sacábamos varios centímetros a pesar de nuestras zapatillas y su medio tacón, y parecía tan vieja como había sido siempre, es decir, tan vieja como siempre la habíamos visto, esa edad indefinida que viene determinada por un corte de pelo que ya entonces se consideraba clásico y ahora sería sencillamente viejuno, sus gafas de montura antigua, su vestido ajeno a cualquier moda. Era una mujer sin tiempo, así la veíamos, como si la época de la que venía y que inútilmente trataba de mantener viva, se hubiera quedado en un andén mientras el futuro seguía sin ella. Allí estaba, sonriendo, casi seguro contenta con nuestro éxito, y sin embargo se veía a las claras que su sonrisa no tenía destinatario, porque por poco que uno se fije, queda claro que estamos charlando entre nosotras, seguramente comentando las jugadas o a saber qué, y desde luego, ignorándola por completo. Como hacíamos siempre.
Entonces me fijé en la bolsa que yo llevaba colgada en bandolera en la foto. Montreal 76, y tuve un recuerdo vívido de su tacto, de cómo era. Incluso me llegó el olor adolescente de la ropa de gimnasia metida de cualquier manera para llevarla a lavar. Y como en uno de esos juegos en que llegar a un punto conduce la bola inevitablemente al siguiente, mi memoria recuperó de golpe aquel día y lo que había sucedido. En aquella bolsa yo llevaba un libro. Siempre llevaba libros conmigo, no porque fuera una extraordinaria lectora, sino por una costumbre que no sabía de dónde podía salir. Lo curioso es que sigo cargando con una novela siempre en mi bolso, lo lea o no, pero pensando en leerlo. En fin, hay manías que duran toda la vida.
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Pero a lo que iba. Ese día llevaba un libro en aquella bolsa, una edición de Plaza y Janés nuevecita, que acababa de llegar a la biblioteca, la que tenía un ciervo o algo parecido en la esquina superior izquierda. Eso. Colección Reno, no ciervo. Leí muchos libros de aquella colección en aquellos años.
Aquel, en concreto, era el 'Diario de Ana Frank', y ya no lo recordaba, pero a cuenta de aquel libro, tuve una movida importante con Violeta Quirós.
Debió de ser justo después de la foto, sé que yo iba caminando por la carretera y ella me dio alcance. Juraría que lo hizo con intención, acelerando el paso para llegar a mi altura, porque no habíamos salido juntas del instituto.
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–He visto que estás leyendo un libro.
Yo la miré un poco sorprendida. Había hecho un esfuerzo por alcanzarme, se le notaba en lo agitado de la respiración.
–Sí, el 'Diario de Ana Frank'. Lo saqué de la biblioteca.
Se hizo un silencio.
–Es un poco duro –dije por decir algo, porque se me hacía raro que me hubiera preguntado aquello y luego se hubiera quedado callada.
–Tú eres inteligente, Elsa, una de las mejores alumnas del curso –no sé si era verdad, pero desde luego era la primera vez que me lo decían, así que me hinché como un pavo real, para desinflarme de inmediato–. Por eso creo que deberías vigilar lo que lees. No siempre es verdad lo que se cuenta.
–Bueno, es un diario. Cuenta lo que ha vivido Ana escondida de los nazis y eso.
–Yo no te digo que no haya parte de verdad, pero no todo lo que se dice es cierto. Como Alemania perdió la guerra se cuentan barbaridades que nunca existieron.
–Algo así como lo que pasa aquí con el bando republicano, ¿no?
Estuve rápida ahí, y me sentí muy orgullosa de ello. Aquel año, en vísperas de la celebración de las primeras elecciones de la democracia, el instituto era un hervidero de discusiones, diatribas, y lo que aún no se llamaban zascas estaban a la orden del día entre profesores y alumnos.
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Violeta Quirós me miró con pena.
–No compares, por favor. Yo solo te digo que no creas todo lo que oigas y lo que leas. Se están contando muchas mentiras y se habla de un genocidio. ¡Genocidio, qué barbaridad! Hay mucha leyenda en todo eso. Las películas, por ejemplo: las hacen los americanos que ganaron a los alemanes y los pintan como si fueran auténticos demonios.
Pensé en discutir abiertamente con ella, pero estábamos en la calle y no tenía gracia. Me dije a mí misma que eso quedaba pendiente para la clase, que era donde podía ser divertido.
(...)
Así de equivocados estábamos. Tanto, que aquella conversación con Violeta Quirós y sus dudas acerca de la fiabilidad de quienes hablaban de Holocausto, me pareció una tontería. Una de aquellas cosas suyas un tanto pintorescas, como sus anticuadas gafas, su andar un poco patoso y la facilidad con que la envolvíamos con preguntas absurdas a cuya esforzada respuesta no prestábamos ninguna atención porque ya estábamos preparando otra pregunta igual de extravagante para que la hora de su clase se pareciera bastante a una hora de recreo.
TRES
A Elenita Lázaro le mataron el amor antes de que hubiera tenido tiempo de saber qué era eso y por supuesto antes de que él supiera que en el piso de abajo, la niña aquella que siempre parecía encontrarse en la escalera y lo miraba como se mira a un dios desde los ojos oscuros ocultos bajo un flequillo cortado con tiralíneas soñaba cada noche con casarse con él y tenía frita a su amiga Violeta. Pum, pum. Dos tiros, un reguero de sangre en plena calle Fruela a dos pasos de su casa, ese fue el final de Julián, sin despedirse, comprobando que el último pensamiento no había sido precisamente heroico: a última hora, después del arrojo inicial que le había llamado a cagarse en los muertos de los mineros y a gritar Viva Cristo Rey, la inminencia de la muerte le había aflojado los esfínteres, de modo que se murió con la vergüenza de qué pensarían quienes recogieran su cadáver y cuánto restaba esa circunstancia a su futura condición de mártir, que por otro lado tampoco había sido su primera intención, porque, ay si no se le hubiera encasquillado la pistola, la benemérita de calibre 6.35 que le había quitado a su padre, a varios se habría llevado por delante, pero no. Y todo porque hizo frente a aquellos mineros oscuros, que para eso él era así, puro arrojo, puro nervio y porque además tenía la convicción absoluta de que aquellos hombres siniestros, peligrosos y dinamiteros venían de las cuencas derramando marxismo y llevándose por delante a curas y monjas, quemando iglesias y conventos y destruyendo, con la intrínseca maldad de sus postulados, la patria y la tranquilidad de la gente de orden.
Pum, pum, dos tiros que se confundieron con otros que sonaban aquellos días por la calle, y Elenita escondida en el cuarto de atrás, con Violeta. No salgáis de aquí por nada, les había dicho el padre, y nada de asomaros a la ventana. Si, total, aquella ventana no daba más que a un patio de luces oscuro, pero pese a todo les llegó el sonido de los tiros y unos minutos más tarde, pasos apresurados por el pasillo y gritos en el piso de arriba, y entonces Violeta y Elenita se abrazaron, porque algo pasaba y aunque no se les cruzaba por la cabeza que a partir de aquel momento sus vidas iban a cambiar y de qué forma, sabían que algo había ocurrido, una vuelta de tuerca más a aquel espanto que habían traído los mineros consigo: la revolución, las iglesias humeantes, los seminaristas acribillados en el Campillín, el desorden, y ahora aquellos disparos, tan cerca.
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–Habrán sido disparos de los carabineros –dijo Elenita, y las palabras y la voz resultaron pertenecer a dos planos diferentes, como si la voluntad quisiera, pero la voz supiera, como si la realidad y el deseo confluyeran en tan solo dos docenas de sonidos, pero las dos, sentadas en la alfombra y abrazadas, fueran conscientes de que estaba pronunciando una mentira.
Amortiguados, empezaron a llegar gritos que se sabían desgarradores y ellas no aguantaron más, salieron del cuarto, recorrieron el pasillo hasta llegar a la puerta que había quedado abierta y solo cuando bajaban las escaleras sabiendo que su actitud era temeraria, entró la Frau, como llamaban a la señorita Ingeborg, y las reprendió con severidad en alemán.
Y luego se echó a llorar.
Más tarde, el silencio habitado por la desesperación que se filtraba por las invisibles ranuras del techo desde el piso de arriba y la evidencia de la muerte. Instalados en el fatalismo de la desgracia, los escasos vecinos del señorial edificio, que constituían casi una familia con intereses similares que defender, adscripciones comunes, una misma convicción de lo necesario que era el orden y la catástrofe que suponía lo que estaba ocurriendo, lloraron horrorizados la muerte de Julianín; el vil asesinato, decían unos, la grandísima desgracia, decían en las cocinas. Nadie, sin embargo, pudo saber cómo eran los pensamientos de la niña Elena, la hija del catedrático Lázaro. Nadie sabía del amor oculto, de la clandestina vigilancia a que sometía al objeto de su desvelo, del modo en que forzaba encuentros, ensayaba miradas, escribía mensajes encendidos en las hojas de su cuaderno que luego no le enviaba; el ángulo de la ventana en que tenía que situarse para ver el escorzo de su rostro inclinado sobre los libros en el piso de arriba, la forma en que le brincaba el corazón cuando oía su voz, del amor instalado en sus catorce años de trenzas y calcetines blancos calados.
Eran los últimos días de la revolución y, tal vez por ese motivo, aquellos dos tiros a contratiempo, porque en el fondo los mineros que habían sembrado el pánico entre los ovetenses de bien sabían que aquello estaba perdido, y por eso Julián había sido tan valiente, porque quedaba nada para que aquella locura terminara, y ya se había sabido que el Comité Revolucionario Provincial había ordenado la retirada, después de que las tropas de López Ochoa entraran en la ciudad. Por eso el arrojo de Julián, porque ya no quedaba ningún revolucionario, y si quedaban, estaban perdidos, eso pensaba, sin saber que se había formado un nuevo Comité con los más jóvenes, casi suicida, porque también habían llegado los legionarios y regulares de Yagüe. Allí había ido él, con su fervor patriótico, solo, sin ni siquiera los camaradas de la Falange, dispuesto a ganar puntos entre ellos, para contarles cómo había puesto en fuga a algunos de aquellos mineros que en su cabeza tenían mucho ya de ratones asustados ante la inminencia del zarpazo del gato.
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Julián se había muerto y se le había enterrado al mismo tiempo que los pocos revolucionarios del nuevo comité huían cómo podían de la ciudad, o caían bajo las balas o eran detenidos, lo que les permitiría conocer los métodos que se gastaba la nueva represión. La madre de Elenita había acompañado a Rosina, la madre de Julián y al resto de las mujeres cuando se lo llevaron. Le había pedido a Aurora que hiciera un caldo y se lo subió acompañada de la Frau, en la misma olla, humeante y oloroso. Allí se habían quedado al lado de la doliente madre, llorando con ella, suspirando con todas las demás en una sinfonía improvisada, rota de vez en cuando por los gemidos de Rosina, protagonista principal del duelo. No sospechaban que en el piso de abajo, Elenita lloraba con Violeta, y se veía sacudida por la pena infinita, por el desgarro y por un sentimiento nuevo, que por momentos conseguía borrarle el llanto, pero a la vez hacía que prendiera en su corazón una certeza instalada ya para siempre: solo la venganza podría aliviarla, y a eso, a vengar la muerte de Julián, iba a dedicar lo que le quedara de vida.
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