Si a cualquiera de los casi ocho mil millones de habitantes de nuestro viejo planeta se les preguntara sobre qué materiales se asienta su existencia, ... o de qué está hecho su día a día, las respuestas variarían con toda seguridad en función del lugar donde estén las personas a quienes se las pidamos. Si tienen la ¿fortuna? (déjenme poner un signo de interrogación en esta palabra) de estar en el mundo rico y desarrollado, es probable que contesten que su vida transita entre hormigón, piedra y asfalto. En cambio, si la persona se encuentra en el otro lado del mundo, es decir en el 80% que no es ni tan próspero, ni tan presuntamente avanzado, te dirá con acierto que su existencia, aparte de agua, es tierra, polvo, y barro.
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Desde hace tan solo unos doscientos años, la vida de los minoritarios habitantes del primer mundo transcurre entre la solidez del hormigón y la limpieza del asfalto. Habrá quien alegue que ambos materiales se utilizan desde mucho tiempo antes, y no le falta razón, aunque tan solo a medias. El cemento industrial, que permite levantar los edificios que ahora hacemos, y el asfalto artificial que urbaniza nuestros pueblos, ciudades y carreteras, se emplean en nuestro entorno desde hace bien poco, menos de un par de siglos. Lo anterior eran morteros y asfaltos naturales a base de arcilla, cal, grava y brea, los cuales no estaban exentos de ingenio, pero eran una solución para muy pocos. El resto, es decir casi todos los mortales, construían, moldeaban, fabricaban y vivían en torno a la tierra, que cuando se moja, se transforma en barro.
En el primer mundo, que no voy a cometer el grave error de llamar el mundo civilizado porque es evidente que no siempre lo es, llegamos a creer, con el paso del tiempo y mediante el progreso industrial y tecnológico, que nuestro sistema de vida se había vuelto tan sólido como el hormigón. Un elemento duro, resistente y moldeable, que nos permite construir grandes urbes, mejorar nuestras comunicaciones, y en definitiva, progresar. Aunque en esta última palabra me van a permitir, una vez más, poner otro signo de interrogación. Por un momento creímos que nuestros pilares eran tan robustos, y tan firme el sustento de nuestro modelo de convivencia, que a base de cooperación e ingenio el homo sapiens podría vencer cualquier dificultad, hacer frente a todo tipo de desgracias. Ni tan siquiera un letal virus iba a poder con nosotros. Qué grave error de cálculo, y qué falta de previsión.
Supongo que quien haya buceado un poco en la Historia e indagado en el comportamiento humano a través de los tiempos, se hallará, pese a sus conocimientos, sorprendido y confuso ante la situación que ahora afrontamos. Y quien no lo haya hecho, y se enfrente a la nueva realidad sin la perspectiva del pasado, es posible que se encuentre tan impactado como aquel que, creyendo en la cigüeña, escucha por vez primera cómo vienen los bebés al mundo. Nosotros no pensábamos que esto podía ser así, estábamos plenamente convencidos de que las cosas en el siglo XXI, este siglo en el que los humanos estábamos llamados a ser por fin el centro del universo, serían de otro modo. Crecimos viendo pelis en las que siempre ganaban los buenos. Nos dijeron que los tratados internacionales, el equilibrio de fuerzas y la concordia todo lo arreglarían. Esto no puede ser, nos sentimos estafados.
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Si alguna conclusión se puede obtener a la vista de los hechos de los que estamos siendo testigos en los últimos tiempos, es que los cimientos sobre los que se asienta nuestra convivencia están a años luz de la fortaleza del hormigón y de la pulcra comodidad del asfalto. Nuestros pilares no son tan sólidos como habíamos ensoñado, y nuestros pies, los de cualquier habitante del planeta sin importar dónde esté ni quién sea, se pueden ensuciar en cualquier momento con el lodo del camino. No importa la latitud en la que nos encontremos, y da igual nuestro credo, raza o condición. Estamos todos tan expuestos, somos tan vulnerables... Al final, va a resultar que lo contado en el Génesis podría no andar descaminado, aquel ancestral relato que nos dice que el primer ser humano fue moldeado con tierra y agua, que estamos hechos de barro. Difícil de encajar con las teorías de la evolución, desde luego, pero no me digan que aunque tan solo fuera tomado como un mensaje encriptado, quizás nos quisiera decir algo sobre la fragilidad del ser humano. Quién sabe. Lo que sí parece claro, visto lo visto últimamente, es que el sustento sobre el que reposan nuestras sociedades, vidas y bienestar no es tan fuerte como aventurábamos. Nuestros pilares de convivencia, columna vertebral que nos sostiene, más bien parecen blandos, frágiles e inestables como el barro.
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