¿Quieres despedir a tu mascota? Puedes hacerlo en el nuevo canal de EL COMERCIO

Mi cuarto blanco

Los temas de conversación se fueron complicando hasta un punto en el que me resultó totalmente imposible aportar nada válido

El otro día alguien que bien me quiere me pidió que deje de meterle la caña al manzano, de vez en cuando. Para quitarle hierro ... y soltármelo con un poco de gracia, me dijo «oí, relajáte», en plan Simeone. Así que, haciéndole caso y pese a que hay tanto asunto por desbrozar, hoy me voy a tumbar a la bartola y a contarles otra cosa que hace poco me vino a la cabeza.

Publicidad

Me sucedió uno de estos sábados, cenando con tres mujeres, las tres a las que más quiero, sin duda alguna. Faltaba una cuarta, que ya no está, aunque en realidad anda siempre por aquí, rondándome. La cosa fue que los temas de conversación se fueron complicando a medida que transcurría esa agradable velada, hasta un punto en el que me resultó totalmente imposible aportar nada válido. Se hablaba de una tal Tamara y un tipo al que al parecer le había salido mal la jugada y ahora le estaban cayendo como mazapanes por andar enredando. Luego se pasó a otra tal Meghan (espero haberlo escrito bien) que era mala, pero que ahora ya no lo era tanto porque empezaba a entrar por no sé qué aro, aunque vete tú a saber lo que dura la cosa, decían. Más tarde entró en escena la Angelina de Pitt, que esa sí me sonaba, y que al parecer le quiere quitar un castillo con viñedos y todo en Francia a su ex, que contaban que aunque es muy mono, está como una cabra y fuma muchos porros, así como todo el rato. Ahí intervine brevemente para alegar que yo conocía a muchos que fuman de todo y ahí siguen tan cuerdos, pero mi comentario se volatilizó tal como vino, ni caso me hicieron. Entre medio de este repaso, y como no podía ser de otro modo, salieron a relucir también los brazos musculados de nuestra reina Leticia, y ahí traté de aportar mi 'know-how' deportivo para decirles que eso no era yoga, que ahí había pesas, lo que viene a ser el 'fierro' de toda la vida con callos y sudor amargo de gimnasio. Nuevamente pasaron de mí, aunque esta vez tuvieron la deferencia de contestarme al unísono que Su Majestad no podía tener callos en las manos, que era imposible. Ahí concedí con una leve inclinación de mi atolondrada cabeza, y con ello di por concluida mi intervención esa noche.

Tengo que decir en mi descargo que andaba muy centrado en lo que habían puesto en mi plato, porque últimamente me he vuelto un poco más cuidadoso con la dieta, pero ese día me vi falto de proteínas y había tirado la casa por la ventana. Tenía enfrente una hamburguesa llamada 'Bowie 2.0', y encima poco hecha. Con ese nombre más te vale diseccionar a fondo, e investigar lo que se supone que vas a zampar, con lo cual tienes que estar muy atento al mantel. Por cierto, justo es decir que estaba muy buena, todo un peligro para cualquier vegano o converso a la dieta sana, dinamita para las glándulas gustativas y para el estómago de un homínido carnívoro que intenta ir quitándose de la comida para jóvenes poco a poco.

En realidad, en lo que estuve yo centrado todo ese rato fueron tan solo dos cosas. Por un lado, calculaba cuántas horas iba a tardar en dormirme por culpa de ese maldito cacho de carne, fatal impulso y consecuencia de la peligrosa hambre de las nueve, que nos lleva a meter la pata una y otra vez. El resto de mis pensamientos giraban en torno al milagroso hecho de la mutua atracción en nuestra especie animal, y con ello me refiero al fino equilibrio entre la absoluta y a veces (pocas) fingida simplicidad de él, y la mente (siempre) sofisticada de ella. Ese acontecimiento tan cotidianamente maravilloso y a la vez tan raro, casi insólito, de que nos aguantemos y nos apoyemos, de que seamos capaces de trabajar 'en equipo', los unos metidos en lo que se nos ha dado en llamar nuestro 'cuarto blanco', con un vacío total, ausencia temporal de neuronas, y las otras, mis otras tres comensales, en un sofisticado jardín lleno de conjeturas, adivinanzas, cierta malicia, e infinidad de colores.

Publicidad

Fue en ese momento de total abstracción planetaria cuando, de pronto, mi hija me preguntó a traición, sin previo aviso: «¿Y a ti esto qué te parece, papá?». Sorprendido, y apenas levantando la vista del plato, solté un torpe «¿eh?», a pesar de que el mensaje era alto y claro. Intenté ganar tiempo para reponerme mientras engullía cuan troglodita, allí sentado, en Júpiter, saboreando mi carnaza, en mi momento de gloria del día. Entonces, y tras un momento de incómodo silencio, ese en el que algunos dicen que ha pasado un ángel, y otros joroban soltando un cortante 'en fin...', tomó finalmente la palabra la Presidenta de la Mesa, la Suprema Autoridad no colegiada que ostenta voto de calidad vitalicio en caso de ocasional disputa y encogiendo sus hombros emitió su veredicto, con un susurro inapelable: «Deja, deja a papá, que está metido en su cuarto blanco». Un día más cualquiera, en la oficina.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

1 año por solo 16€

Publicidad