¿Para cuándo el debate sobre monarquía o república?
Ni siquiera un 10% de la población actual aprobó como forma de Estado la monarquía parlamentaria
Los sistemas tienden a protegerse a sí mismos. Los cambios importantes a veces han supuesto rupturas, guerras o revoluciones. Pero también hay muros que se ... derrumbaron en silencio, fronteras que de pronto se desvanecieron, parlamentos que un día abrieron las cerraduras oxidadas de sus puertas. En nuestro país hubo un cambio notable cuando de un sistema dictatorial se pasó al parlamentarismo democrático. Lo llamaron transición. Los asociados de la dictadura aprovecharon la euforia del cambio para introducir en la nueva constitución como forma de estado la monarquía parlamentaria. Los nostálgicos de la vieja y triste tiranía, apoyados por los entusiastas y alborozados militantes del cambio, blindaron suficientemente la definición de la jefatura del Estado para que no pudiera ser modificada por el repentino alarde democrático de las generaciones venideras. El monarca nombrado por el tirano, con la intención tal vez de que fuera su sucesor en ideas y comportamientos, fue revestido de legalidad por la nueva democracia. Unos años después hubo un golpe de estado de los militares insatisfechos, y el Rey, aunque tarde, salió a rechazar el levantamiento ilegal y a confesar su lealtad a la democracia que lo había legitimado. El Rey no hizo otra cosa que cumplir con su obligación y ejercer su función. Sin embargo, su actitud fue considerada por muchos como un acto de heroísmo, como algo extraordinario que vino a salvarnos de las fauces de la tiranía y del caos. Ese Rey admirado, pasados los años, se nos mostró como un hombre ruin, desleal, corrupto y de vida nada edificante. Mas no debe una jefatura de Estado, como fórmula de gobierno o representación, sostenerse por la peculiar forma de actuar o de pensar del individuo que en un momento determinado ocupe tal dignidad. Lo que ocurre es que la monarquía, por propia definición, atribuye tal dignidad o función al heredero, tenga éste más o menos moralidad o goce de mayor o menor instrucción o talento.
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Nuestro jefe de Estado no es elegido por sufragio universal. Y esto ocurre por mor de una circunstancia que fue extraordinaria. Hubo un refrendo popular hace más de cuatro décadas. Los ciudadanos nacidos después de 1958 (Se votaba a los 21 años) no han sido preguntados (más de dos tercios de los españoles). Echen cuentas. Ni siquiera un 10% de la población actual aprobó como forma de Estado la monarquía parlamentaria. Para los monárquicos siempre resultan inoportunas las reflexiones sobre la monarquía. Nunca encuentran oportuno el debate. Pero debatir siempre es bueno y la reflexión no ocupa lugar. Vitalicia es la monarquía, una merced de por vida. Hereditaria también, es decir, con capacidad de tránsito. Pudiera ser costumbre o virtud, revelación divina o insalvable cáncer. Penada por la Historia, incorregible en su instauración, y rechazable por propia definición. En cuanto a hereditaria: patrimonial, transitiva, genética y atávica. En cuanto a vitalicia: indefinida y perpetua. En cuanto a moderna: inútil. Gravemente indefinida porque no atiende a la persona digna de la heredad, sino al acontecimiento mismo de la perduración de los derechos para reinar, pudiendo ocurrir que el afortunado heredero contara entre sus talantes con la estupidez o la vanagloria, cuando no con la malicia o la inmoralidad. Pero aun poseyendo el heredero excelsas virtudes y habilidades notables, en nada se modificarían los argumentos contra la monarquía.
Nuestra Constitución pregona que los españoles somos iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento. Sin embargo, no hay mayor discriminación que atribuirle a alguien privilegio y poder en función exclusiva de su nacimiento. La soberanía reside en el pueblo y fue aquel pueblo atolondrado por el tránsito quien otorgó permiso para la restauración monárquica. Pero los tiempos cambian, las sociedades evolucionan y ya son tres las generaciones que han recibido la monarquía como imposición. No pocas veces tendemos a creer que los sentimientos son preferibles a las razones, pero en asuntos de esta naturaleza las razones son ineludibles, y argumentar desde los sentimientos no puede constituirse en recurso cuando pretendemos fundamentar un sistema de gobierno. En cuanto a la costumbre, sabemos que resulta despótica y contraria a la evolución humana. Y nadie puede rechazar como axioma la proposición que enuncia que en cuestiones éticas la utilidad siempre es la última instancia. Y en una democracia nunca debe ser una preocupación la voz del pueblo.
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