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Una diversidad morbosa

Si no podemos valorar racionalmente las diversas opciones existentes en la sociedad, sino que hemos de admitirlas por el mero hecho de existir, realmente no hay una razón valiosa para defenderlas, de modo que su respeto resulta más una imposición que una convicción

El cantante Víctor Manuel se quejaba en la entrevista publicada en EL COMERCIO el 1 de octubre del ambiente de censura en que se mueven ... los artistas: «Ahora está todo lleno de guardias de tráfico -afirmaba- que te dicen lo que quieren escuchar y si no lo escuchan te ponen una cruz». Al día siguiente, Pablo Carbonell en 'The objective', también lamentaba la autocensura que se está dando entre los artistas y el «puritanismo progre», a cuyos valedores «no hay manera de dejarlos contentos». La escritora Najat El Hachmi, por su parte, se lamentaba el verano pasado de esta situación con un lúcido artículo publicado en 'El País' que arrancaba así: «Me trajeron a este país -España- por su prosperidad, pero yo encontré la libertad». El lamento versaba sobre «la deriva autoritaria y censora que vamos aceptando cuando nos creemos cargados de razón».

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Entre las causas de esta atmósfera enrarecida considero especialmente relevantes dos. Una es la acusación de odio hacia determinados colectivos que se esgrime contra quienes no comparten sus postulados. La palma se la llevan, desde luego, las acusaciones de homofobia, transfobia, etcétera, hacia quienes se manifiestan contrarios a ciertas reivindicaciones del colectivo LGTBQ. La otra causa del ambiente censor que impregna la sociedad reside en la recusación del negacionismo.

Este neologismo posee un alto componente censor, porque desacredita a quienes sostienen afirmaciones contrarias a las mayoritarias u oficialmente aceptadas. Desconozco, porque no la he estudiado, la historia del negacionismo. Pero sí recuerdo el asombro que me causó en su día enterarme de que varios países contemplan como delito la negación del holocausto nazi. Negarlo es, desde luego una estupidez, y tal negación quizá responda a la intención perversa de blanquearlo, pero resulta chirriante que el juicio sobre la existencia o no de un hecho pueda prohibirse. Tiene sentido castigar acciones u ofensas denigrantes, pero no ideas, por absurdas que puedan ser.

En la actualidad arrojamos a las tinieblas del negacionismo a quienes no comparten que el cambio climático tenga su causa en la acción humana o a quienes no comparten -como es mi caso- que la causa principal de la violencia y los asesinatos que sufren las mujeres son el machismo y el patriarcado. Por supuesto que esa violencia existe y que el machismo se encuentra presente en nuestras sociedades. Pero esa violencia en concreto se explica mejor, en mi opinión, como violencia en el seno de la pareja que como violencia machista. Acepto la posibilidad de que mi explicación pueda parecer estúpida, pero no acepto de ninguna manera que tal explicación -estúpida, quizá- represente una forma de cohonestar esos crímenes.

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Pero volvamos a las acusaciones de odio como la homofobia o la transfobia, y al precepto social de no herir a colectivos que se suponen discriminados. A este respecto ha jugado un papel importante la celebración exagerada de la diversidad. La diversidad representa sin duda una riqueza en todos los órdenes. El problema reside en que su exaltación se ha convertido también en una herramienta de censura, al desactivar cualquier discurso valorativo: ya no se nos permite afirmar que las cosas son buenas o malas, mejores o peores; son, simplemente, diversas. Puesto que los estilos de vida, tradiciones, usos, etcétera, se nos dice que no son mejores ni peores, sino simplemente diversos, no pueden ser criticados. ¿Es qué los sacrificios humanos o la ablación del clítoris hay que respetarlos en nombre de la diversidad cultural? ¿Es su arraigo en la cultura española suficiente motivo para mantener la tauromaquia?

Y es que la diversidad iguala, mientras que la valoración discrimina. Ciertamente, valorar es discriminar, como he dicho, entre lo bueno y lo malo, lo mejor o lo peor. El problema reside en que nuestras sociedades han identificado la discriminación valorativa sobre ideas y comportamientos con la discriminación de personas y su consiguiente dominación: criticar una opción se considera potencial fuente de opresión a quienes la defienden. Sin duda, esto enlaza con la cuestión de las identidades, en las que la dignidad de la persona pasa a identificarse con una identidad poseída o afirmada, algo que se ha puesto especialmente de manifiesto en todo el debate 'trans', llegando a legislarse desde el supuesto de que cuestionar la identidad sentida atenta contra la dignidad de quien la afirma.

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Pese a su apariencia conciliadora, la exaltación de la diversidad acaba representando, más bien, fuente de polarización. Si no podemos valorar racionalmente las diversas opciones existentes en la sociedad, sino que hemos de admitirlas por el mero hecho de existir, realmente no hay una razón valiosa para defenderlas, de modo que su respeto resulta más una imposición que una convicción. Hace más de un siglo, Ortega y Gasset denunciaba lo que denominó democracia morbosa o enfermiza, y prevenía a sus contemporáneos contra el plebeyismo -así decía- de considerar algo valioso por el mero hecho de que a la mayoría le guste. Un siglo después podría haber escrito, quizá con tintes todavía más dramáticos, sobre la diversidad morbosa, que representa un expediente para callarnos la boca.

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