La devaluación del discurso político
No puede negarse que la fiebre de los discursos abyectos tiene su origen en una derecha conservadora que se revuelve contra la pérdida del poder
Demasiadas palabras vacías ocupan los discursos públicos de cada día. Palabras retorcidas que no significan aquello que debieran significar por dignidad, tradición y etimología. Palabras ... malintencionadas, groseras, políticamente inútiles. Palabras sucias o palabras rotas. Resuenan como cansinas músicas narcotizantes las voces de demasiados políticos compitiendo por demostrar su pericia en el arte de la enérgica repulsa del 'otro', ocupados en componer propuestas envueltas como sucios regalos del infierno que no hacen sino consagrar la rabia, el desapego político y el desclasamiento social.
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Esos políticos mediocres de la casta populista ya no hablan, sólo emiten sonidos despechados e insultantes. A mí me suenan como lamentos tristes de una triste indignidad. Palabras envueltas de mala intención o teñidas de un victimismo y una megalomanía que sobrecoge. Hay analistas que sitúan el origen de esta devaluación de la palabra política en la gran mentira (sostenida contra el viento de la razón y la marea del decoro) de aquel terrible e inolvidable once de marzo de 2004. Y hay quien sitúa el inicio de esta era del insulto y el despropósito en la postura negativa, irracional, perversa e incomprensible de la oposición conservadora durante la horrible pandemia. En todo caso, no puede negarse que la fiebre de los discursos abyectos tiene su origen en una derecha conservadora que se revuelve contra la pérdida del poder, que no acepta que este país pueda estar gobernado por 'otros' a los que insistentemente califica de ilegítimos u ocupas. Y sospecho que de ahí viene, así mismo, la negativa de renovar los órganos constitucionales al no disponer de mayoría parlamentaria.
Lo cierto es que el clima es asfixiante, y la izquierda ha decidido (erróneamente, a mi modo de ver) entrar al trapo. Cansada tal vez de tantos años de negacionismo absurdo, de acusaciones falsas, de insultos desmedidos a los representantes públicos principales y de falta de respeto a las instituciones. Algunos líderes de la izquierda han decretado el rebosamiento del vaso, aproximándose al triste nivel de quienes vienen durante años negándoles el pan de la representación y la sal de la legitimidad.
La política parece haberse convertido en una nueva religión en la que ya no importan los hechos, sino la devoción. Los políticos insultan, mienten, acusan o falsean porque saben que cuentan con devociones incondicionales. ¿Cómo una gobernante, encargada, entre otras cosas, de la recaudación de los impuestos, y de su justo empleo en la realización de políticas públicas puede atentar verbalmente contra las instituciones de la fiscalidad porque uno de los suyos haya sido pillado en fragante delito fiscal, en dolosa falsificación documental y en miserable atentado contra la ética empresarial?¿Cómo puede ser que un ministro tenido por serio haya nombrado asesor principal a un individuo fullero y bribón, sin otra formación que la trapacería, sin capacidades para el asesoramiento encomendado y que lo haya, además, situado en cargos públicos relevantes que nada tienen que ver ni con sus destrezas laborales? ¿Cómo puede un jefe de gabinete público amenazar gravemente a la prensa libre por desvelar realidades incómodas y cómo puede, además, propagar con desvergüenza e impunidad bulos dañinos y manifiestos? ¿Cómo pueden algunos afamados políticos exhibir con tanto descaro la enorme diferencia de sus dos varas de medir? Son algunos ejemplos de rabiosa actualidad, pero hay muchos más ladronzuelos de baja estofa, hábiles delincuentes de guante blanco, defraudadores sin escrúpulos, maleantes de la palabra. En ausencia de argumentos, las palabras de los políticos, cuyas miserias han sido descubiertas, se ahuecan y la inteligencia se les vuelve perezosa.
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Defraudar a Hacienda a sabiendas, falsificar facturas para eludir impuestos, cobrar comisiones exorbitadas aprovechándose de la angustia de una sociedad golpeada por el dolor y la muerte, mentir para encubrir a los nuestros, nombrar a golfos sin oficio como asesores públicos, facilitar los negocios desde los cargos públicos a los más allegados, amenazar a la prensa que descubre tus miserias o acusar sin pruebas a otros para disculpar errores propios, puede que no sea ilegal, pero desde luego es inmoral y políticamente indecente. Y esto es una verdad, dígala el célebre Agamenón o repítala el resignado de su porquero. Es así de indiscutible, niéguenlo unos en su afán de negarlo todo o disimúlenlo otros con el patético, infantil y mediocre argumento del 'tú más'.
La conversación política actual es decadente y descendente, maniquea, acusativa, vírica, zafia, estúpida y, además, inútil. Necesitamos la vacuna de la concordia, de la transigencia, de la humildad y de la solidaridad. Necesitamos castigar a los corruptos, pero también a quienes intentan proteger o disculpar la corrupción y el fraude. Necesitamos recuperar la esperanza y la condición de ciudadanos dignos.
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