Todo pasa demasiado rápido, y el punto de arranque del verano parece que fuera ayer mismo. Ahora, si vas en busca del atardecer, este es ... el tiempo y el lugar: La puesta del sol desde el muro de San Lorenzo. La mar contemplada desde el ágora donde la «Lloca,» alma en pena sin sueño y con los pies descalzos, llovida de varios cielos, mira la raya del horizonte. Y más arriba el acantilado del Cervigón, muy cerca de la casa de Rosario Acuña, sobre la cúspide, donde ella misma se te puede aparecer para recitarte alguno de sus hermosos versos. Cada uno va por aquí con la fatiga de su vida. Somos, por así decirlo, tropa en tránsito. Hay tropa de vejez que pasa sacudiendo el yugo de los años. Y gente solitaria con paraguas como queriendo convocar la lluvia. Algunos corren como corzos mirando siempre hacia adelante. Otros, más jóvenes, pasan por el carril, en bicicleta, sin ruido ni gases. Va y viene gente sonriente, elegante y conversadora con sus -también- perritos domésticos. Señores con barba, que huelen a soledad y miran para sus adentros. Niños pequeños que juegan y quieren esconderse de mamá. Parejas abrazadas junto a los faroles estilo Gijón. Todos, en fin, andando un poco traspapelados, sin agresividad, con todo eso que no cabe en un pendrive.
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Arranca el fuego del atardecer y cubre el cielo de la bahía llevando las cenizas del día. Pronto el Muro de San Lorenzo se coronará también con las luces de la ciudad. Y los tres faros: Torres, Candás y Peñas, tan tristes de día y de noche tan claros, comenzarán a dar guiños a los barcos que cortejan a la mar. Las gaviotas enmudecen, los pájaros se esconden, y vienen recuerdos sin que se les llame.
¡El Muro de San Lorenzo! Escenario de mil vidas hilando al sol último de la tarde la rueca de otro día que se va. Lugar ideal para pasearse incluso después de muerto.
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