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Belén... viviente

Por más que la costumbre derive en norma, extraña la paradoja –¿mejor contradicción– de la fiesta que parece negar lo celebrado. Lo sé, cada uno ... brinda por lo que quiere: la noche más larga, el día más corto, la semana del consumo, la invasión –chimenea mediante– del gordo vestido de rojo o bromas que frivolizan tanta víctima inocente.

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Algunos se quejan, añoran su esencia cuando más bien, parecen contemplar el Belén… desde el palacio de Herodes. Gritan defendiendo la raíz cristiana, sueñan recuperar el origen y sentido pero, en realidad, sienten nostalgia de un tiempo de cristiandad que disuelve el hecho cristiano. Visitan el Belén figurado, pero ignoran la simbología y les molesta el belén viviente; se emocionan con el nacimiento del Niño, sin sitio en la posada, obligado al exilio para evitar a Herodes, mientras evitan el Belén de familias, como la de Nazaret, que huyen de su Herodes particular. Habilidad para combinar el culto a la figura con la indiferencia ante su versión, visible en exiliados e inmigrantes.

En la historia humana hay acontecimientos que superan tiempo y espacio y se vuelven cultura, visión interpretativa dadora de sentido. El problema nace cuando olvida, o reniega del origen, y se vuelve autosuficiente hasta recurrir a la esencia para justificarse, no como alimento. Europa debe recuperar valores propios de la fe cristiana: acogida, universalidad humana, dignidad del pobre..., pero cuando, en nombre del credo, se blindan fronteras, se está más cerca del castillo de Herodes y 'su' miedo a perderlo, que del portal de Belén, abierto a todos, por más villancicos cantados y más exigencia de discurso cristiano. O la fe va de la mano de la caridad (amor al débil) para generar esperanza, viejas virtudes, o ejerce de legitimadora del discurso ideológico que niega aquel nacimiento. ¡Feliz Año Nuevo!

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