¿Cuándo dejaron de gustarnos las pompas de jabón?
Mienten para describir el mundo como les conviene y entierran la verdad en lo más recóndito de una sociedad a la que cada vez le cuesta más saber, aprender, prestar atención, leer un artículo al completo, escuchar al otro...
Cuándo dejamos de creer en la verdad? ¿Cuándo la verdad desapareció? ¿Cuándo decidimos que aceptábamos que verdad era un triste sinónimo de la mentira de ... otro? Mi verdad y tu verdad. Se usa mucho. Se dice mucho. Tu verdad que, al parecer, siempre es diferente de la mía porque la verdad se ha vuelto un concepto ambiguo y sobre todo frágil. Tan frágil que si tuviera forma sería una etérea pompa de jabón. Ingrávida y sutil. Así es como me imagino la verdad. Una pompa de jabón que intenta sobrevivir, pero que explota con tanta facilidad y tan aprisa que, a veces, demasiadas veces, sin siquiera ha llegado a ser vista. Plof. Y adiós pompa. Adiós verdad.
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Y no se trata de entablar aquí un debate sobre si la verdad es subjetiva u objetiva o si la verdad es relativa o absoluta. Tampoco de ponernos a discutir sobre la verdad matemática, la ontológica o la formal. No. Para eso necesitaríamos el periódico completo y, en realidad, nos faltaría tiempo y páginas. No se trata de eso. Se trata de cómo, desde hace años, pero más en los últimos tiempos, el mundo real ha dejado de ser real. Así, cualquiera puede decir la mayor mentira que se le ocurra sin aportar pruebas, ni conocimientos ni hechos ni realidades, nada, solo una afirmación, y habrá quien le crea y aplauda. Quien le siga y difunda con ahínco el engaño. Ciertamente, habrá millones de personas que lo hagan.
¿Y cuándo ocurrió esto? ¿Cuándo y cómo dejamos de creer en la verdad? Cuando la clase política decidió que el mundo tenía que convertirse en una ficción en la que las cosas debían parecer verosímiles, pero no reales, para ajustarse a sus necesidades y deseos. Doblegar la verdad a sus propias ambiciones. ¿Cómo? A través de noticias falsas y de la manipulación de la información. A través de la mentira. Lo que se llama posverdad. No solemos llamarlo mentira, pero sería bueno hacerlo porque es lo que es. Mienten para describir el mundo como les conviene y entierran la verdad en lo más recóndito de una sociedad a la que cada vez le cuesta más saber, aprender, prestar atención, leer un artículo al completo, escuchar al otro, sentir sin frustrarse, ver sin pensar en otra cosa, entender. Aprehender.
Entiendo, no crean que no lo entiendo, que resulta difícil diferenciar qué es real y qué no lo es. Las mentiras cada vez están mejor elaboradas, pero, en ocasiones, ay, en ocasiones, no sé ustedes, pero yo me siento como Segismundo en 'La vida es sueño', con la diferencia de que en la obra de Calderón, al menos, se debate y hoy ya no hay debate. Hay mentiras dichas mil veces y creídas otras tantas. Y con ellas se ganan elecciones y se dominan estados. Con ellas, se cambia el rumbo de la vida de millones de personas. Con ellas, incluso se decide sobre la vida y la muerte. Con ellas, se distorsionan los hechos para generar reacciones emocionales en una sociedad que, en ese momento, deja de pensar con la razón y se deja llevar por la inconsciencia. Llega entonces el despotismo, el abuso, la inmoralidad y la injusticia. Llegan y se quedan. Llegan y crecen. Llegan y se convierten en el futuro. El de todos.
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A mí, con franqueza, esto, todo ello, cada vez me produce no solo desazón, también miedo. Piénsenlo. ¿Qué clase de futuro nos espera si todo él se levanta sobre mentiras y falacias? ¿Sobre la explotación de la ficción que en ese momento convenga? ¿Sobre una civilización que camina con demasiada prisa y demasiado sola sobre las cenizas de la verdad? Una civilización que ha erosionado la veracidad del mundo real y a la que ya no le gustan las pompas de jabón.
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