Hoy no es el día internacional de ninguna cosa, pero lo que sí encontramos en el calendario son santos. Muchos. De hecho, el santoral católico ... recoge que se conmemoran más de una veintena. A mí, el santoral siempre me ha llamado la atención.
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Los santos y sus vidas, sus oficios, sus milagros y, por supuesto, sus martirios y muertes porque gran parte de ellos padecieron lo indecible en nombre de Dios o por Dios. Luego les hicieron mártires, beatos o santos, pero primero sufrieron.
Esto que les digo sobre el tormento vivido no son palabras vacías. Ya saben que no me gustan. Lo apunto porque no hay mayor martirio que el de ser Santo (con mayúsculas). Existe hasta un martirologio; es decir, un catálogo de mártires y santos de la Iglesia católica ordenados por la fecha en la que se celebran sus fiestas.
Sufrir y festejar. Parecen incompatibles y, sin embargo, es lo que hacemos de forma constante, sobre todo ahora, en verano. La mayor parte de las festividades de nuestros pueblos y ciudades tienen como referencia un santo y, si investigamos un poco, es fácil llegar a la conclusión de que, tal vez, ni su vida ni su muerte fueron precisamente buenas. O piadosas. O humanas. O misericordiosas. De hecho, muchas fueron crueles y muy sanguinarias.
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Al echar un vistazo a las actas de los mártires -que son documentos en los que se recoge el proceso y expiración a través de diferentes fuentes-, encontramos genuinos ejemplos de estos finales tan poco caritativos. Para mí, los más llamativos son los de Santa Águeda, Santa Bárbara y San Lorenzo, que acabamos de celebrar. ¿Cuántas fiestas patronales puede haber en nuestro país dedicadas a este pobre? Y opto, entre miles de cruentas agonías, por las de estos tres mártires porque representan muy bien nuestro afán nacional por glorificar la muerte; lo que no deja de ser interesante, pues la tenemos miedo, pero la celebramos con tesón.
¿Saben por qué San Lorenzo es representado con una parrilla en la mano? En efecto. Fue asado a la parrilla en el siglo III cuando, como diácono y tesorero de la Iglesia (entonces perseguida), se negó a entregar las riquezas materiales de esta -entre las que, dicen los que creen en los textos apócrifos, estaba el santo grial-. Huérfanos, pobres, lisiados y enfermos quiso dar a cambio porque, a su juicio, ellos eran los verdaderos tesoros. Consecuencia: lo azotaron a látigo y luego lo asaron. Vuelta y vuelta.
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Santa Águeda. Ay, qué pobre. Esta mujer sí que me da pena. En el País Vasco, donde nací y crecí, se celebra con pasión su día y se va por las calles, con un palo o cayado, y se le canta. Desde pequeña lo hice. Le canté. Esta santa, virgen y mártir del siglo III, no quiso casarse con el prefecto romano de Sicilia porque deseaba consagrar su vida a Cristo. Como castigo, fue enviada a un lupanar donde, milagrosamente, permaneció virgen. Eso provocó que acabara atada a una columna y le fueran arrancados los pechos con unas tenazas. San Pedro se apiadó de ella y la sanó, pero su desdicha no terminó ahí. Fue arrastrada sobre brasas ardientes hasta su muerte.
Santa Bárbara, patrona de los mineros y artilleros, tiene una historia que bien podría ser el argumento de una novela. Su padre quería casarla, pero ella, como Santa Águeda, no estaba por la labor. Prefería consagrarse a Cristo. Su progenitor, rabioso por la afrenta de su hija, la sometió a innumerables tormentos. Fue azotada y desgarrado su cuerpo con peines de hierro, colocada en un lecho de afilados pedazos de cerámica y quemada con hierros ardientes hasta que fue condenada a decapitación. Fue su propio padre quien ejecutó la pena. Dicen que, justo después, un rayo fulminador lo alcanzó y lo mató.
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Santa Cristina de Bolsena, Santa Apolonia, Santa Blandina, Santa Catalina de Alejandría, Santa Perpetua y su sirvienta Felicidad... A veces, cuando echó un vistazo al calendario y veo el santoral, pienso, ¿cómo habrá muerto este? De seguido, me pregunto si acaso celebrar la muerte terrible de estas personas nos sirve a nosotros para sentirnos más vivos.
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