A veces llegan cartas
Fernando estaba casado con Casimira, se dedicaban al campo y cuando él se fue a Madrid se enviaban cartas. Dice Trinidad, su descendiente, que cree que eran escribientes profesionales quienes las redactaban al dictado
En el bullicioso Madrid de finales del siglo XIX, bajo el reinado de Alfonso XII, los aguadores desempeñaban un papel muy importante en la vida ... cotidiana de sus habitantes. Recorrían sin descanso las calles de la capital cargados de pesados odres y cántaros para abastecer casas, negocios, hoteles y edificios públicos. Era una tarea difícil y muy cansada, pero esencial para el bienestar de la comunidad, pues en aquellos abriles el acceso al agua potable no era sencillo y la gente dependía de los aguadores y su trabajo silencioso para beber, cocinar y realizar sus quehaceres diarios. Y aguador era Fernando, un asturiano de Cabranes que, como muchos otros, recorrió a pie los más de 500 kilómetros que separaban Asturias de Madrid para ganarse allí un buen jornal que ayudara a los suyos a vivir mejor, que en su tierra se quedaban. Mujer e hijos. También hermanos, tíos y primos. Porque, ¿saben?, mucho se dice de los que se marcharon a hacer las Américas, pero hubo otros que en aquel tiempo se fueron a hacer 'los madriles'.
Fernando estaba casado con Casimira, se dedicaban al campo y cuando él se fue a Madrid, se enviaban cartas. Dice Trinidad, su descendiente y quien me ha enviado una copia de esas cartas tras leer aquí, en esta misma página, mi artículo dedicado a los recuerdos ('El tiempo del olvido'), que cree que eran escribientes profesionales quienes las redactaban al dictado. Letra pulcra, muy pequeña, junta, curvada y que te hace entrecerrar los ojos para descifrar algunas de sus líneas. Era importante aprovechar tinta y papel, y decir lo justo para pagar menos. Desde que las cartas llegaron a mí, las he leído unas cuantas veces y siempre pienso en el poder que el tiempo da y asimismo quita. Son dos. Una de Fernando a su mujer Casimira fechada en Madrid un 25 de marzo de 1882; y otra datada en Arriondo un 25 de agosto de ese mismo año escrita por el hermano de Fernando. Y la prisa no viajaba entonces en la correspondencia. Todo iba más despacio y no era raro que se tardaran meses en recibir carta y respuesta. ¿Se imaginan el cortejo de dos enamorados entonces? Cuántos suspiros y lágrimas se revolverían entre las hojas de los calendarios. Como digo, el poder del tiempo es admirable. A mí, al menos, es algo que siempre me causa respeto. Por su falta o su sobra. El tiempo y su capacidad para retozar con la memoria o la indiferencia. Todo depende de en qué manos caiga el mensaje.
En esas cartas se escribe sobre deseos, regalos e incluso se habla sobre algún que otro hecho luctuoso por deudas y caminos que se tuercen. Se demandan explicaciones y una pronta solución, pero ni Trinidad ni sus familiares saben cómo acabó aquello de las deudas. Quién debía qué exactamente y por qué.
He dicho regalos y ¿saben qué era lo que acompañaba a las cartas siempre que se podía? Velas. Sí, velas. Recuerden que estamos en 1882 y la iluminación eléctrica aún no había llegado a la ciudad y mucho menos a los pueblos. Candiles o lámparas de aceite, carburos, quinqués y lamparillas de velas eran la principal fuente de luz cuando la tarde caía y las sombras devoraban el mundo. Durante la noche. Velas que convertían en luz la oscuridad que se apostaba en las calles y hogares, y que tan propicia es a acompañar con gusto a los malos designios.
En su carta de agosto a Casimira, Fernando le envía una gran cantidad de velas. Muchas. Para ella, para los tíos Domingo, Rafael o Teresa, y para la familia de su hermano. También dos para la virgen del Carmen. Velas para iluminar y pedir. Eran un gran regalo, pues no solo daban luz, también representaban esperanza en un tiempo en el que la soledad solía colarse con frecuencia en las vidas de muchas personas que se veían obligadas a separase de los suyos en busca de un futuro mejor. Sí, es verdad que hoy todavía ocurre, pero sin velas ni cartas, aunque seguimos necesitando, como ayer, que alguien nos recuerde. Por cierto, Fernando regresó.
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