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Viaje a la Macaronesia

Una isla afortunada y bendita que después de la fiebre aterradora de los volcanes, y con la ayuda de los vientos alisios, resurgió como Ave Fénix

Sábado, 11 de junio 2022, 01:58

En cada viaje hay un movimiento de vértigo. En cada viaje hay regresos y hay huidas (a veces son lo mismo los regresos que las ... huidas), hay transporte, hay cosas esenciales que se olvidarán y otras banales que van a perdurar. Hay lugares que imaginaste muchas veces y que un día, gracias a un avión que atraviesa los cielos como un pájaro quieto, te salen por fin al encuentro. Así corrió con Tenerife. Todo parecía estar allí esperándonos para decirnos adiós.

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Nos acomodamos en Puerto de la Cruz, que es un lugar singularmente apacible. A pesar de algunos hoteles inmensos, que son como ciudades colgadas del cielo, Puerto de la Cruz conserva sus espacios entrañablemente antiguos, sus edificaciones sencillas y abalconadas, sus plazas arboladas y menudas y sus tiendas de toda la vida, su playa negra y brillante y su faro humildemente blanco. Alrededor del hotel un grupo numeroso de gallinas coloridas y dos gallos que se llevaban bien picoteaban cada día y hasta la media tarde las hierbas del barranco. Parecía una ilusión, o tal vez la simbólica advertencia de que no solo de turistas vive la isla de los guanches. En el barranco había tabaibas, que son plantas hermosas y descaradas, y había cardoncillos perennes, muchas hierbas salvajes y algún acebuche, que es como un olivo de clase baja. También vimos dos lagartos con manchas azules que se quedaron contemplando a las gallinas sin asustarlas. En la isla no hay ríos, sino barrancos, que son las arrugas de la tierra negra, los sucos que el tiempo dejó en el rostro arrebatado y ardiente de la isla.

Visitamos la selva de los trescientos cincuenta loros y volvimos a soñar con la salvación del planeta. Paseamos por el jardín botánico y fue como dar una vuelta al mundo, desde la exuberante flora tropical o la inmensa higuera de Lord Howe hasta las insaciables enredaderas orientales o las delicadas y complejas orquídeas del Himalaya. Más abajo, en el parque Taoro, entre palmeras reales cubanas, contemplamos las ruinas del hotel al que en 1927 acudió Agatha Christie a curar sus penas y en el que escribió alguna de sus novelas. Recorrer los pueblos altos de La Orotava, sintiendo el aroma y el frescor de esa bruma a la que llaman panza de burro, es como ascender hasta las tierras de otro planeta, con sus brechas volcánicas, sus rocas caprichosas y gigantes, sus platanales exuberantes, sus viñas y sus laurisilvas, que son bosques húmedos y densos con laureles, tilos, sanguinos, sabinas, dragos y, sobre todo, majestuosos pinos canarios.

Es la Macaronesia, una isla afortunada y bendita que después de la fiebre aterradora de los volcanes, y con la ayuda de los vientos alisios, resurgió como Ave Fénix. Ascendemos y atravesamos las nubes que se convierten en mar algodonado y blando, y arriba el Teide, en la antesala del cielo, como un dios que todo lo perdona, y sentimos que algo extraordinario está a punto de suceder. Hay retamas de flores blancas dispersas sobre la tierra amarilla y negra. El paisaje se torna agresivo, como si quisiera contarnos un sufrimiento antiguo. El Teide, con su cresta blanca, parece un dibujo de aquel principito que llegó desde su asteroide para inventar preguntas. Vimos ponerse el sol sobre el mar de nubes y parecía que la tierra fuera un pensamiento de dioses y nosotros unas tristes semillas de brezo.

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A la noche contemplamos la muchedumbre de las estrellas. Un guía sabio, con un puntero laser, nos las iba señalando y nos transmitía a voces su entusiasmo acelerado por el mundo de los astros. Distinguimos la Osa Mayor, con la blanca y espectral Alioth a la cola, identificamos la constelación de Orión, con Rigel y Betelgeuse y su brillo descarado, y apreciamos especialmente el Triángulo de Primavera, con Arcturus, de la constelación de Boyero, y con Spica y Regulus. Estábamos a las faldas del Teide, en la frontera de las nubes, a más de dos mil quinientos metros de altura y fue una experiencia inolvidable.

En Puerto de la Cruz sentimos la transfiguración de los viajes extraordinarios. A la noche, junto al viejo puerto, tomábamos pescados abiertos en canal y vino blanco de Orotava, como si no pasara nada. Con el último trago pensamos que sería maravilloso no haber nacido en ninguna parte para ser hijos del universo.

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