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Colombres, capital de Ribadedeva, con el Archivo de Indianos en primer término. :: FOTOS: XUAN CUETO
HISTORIAS DEL CAMINO DE SANTIAGO

Ribadedeva: el pastor que se hizo zapatero y después peregrino

El concejo siempre acogió con favor a los viajeros venidos de todos los rincones de Europa que avanzaban hacia Santiago de Compostela por la ruta de la costa. Y a su calor han surgido mil historias y leyendas

PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA

Lunes, 4 de octubre 2021

Desde que un siervo del monasterio de Liébana cruzó la ría de Tina Mayor llevándole al rey Mauregato el himno 'O Dei Verbum' que había escrito el Beato para congraciarse con su señor de Oviedo, siguieron sus mismos pasos a San Salvador para continuar camino a Santiago miles de peregrinos, como lo siguen haciendo en nuestros días. El concejo de Ribadedeva siempre acogió con favor a esos viajeros venidos de todos los rincones de Europa que avanzaban hacia Compostela por la ruta de la costa. Y es que, en cierta medida, esta ha sido a lo largo de su historia tierra de andariegos. Lo fueron los mansolea, el gremio ambulante de zapateros de Pimiango, también los indianos arrastrados a partir por la miseria y el sueño de América. Peregrinos de fortuna llama a estos últimos Vallé Inclán en medio de la enmarañada selva de su Tirano Banderas y de aquí salió el que tuvo una vida tan novelesca como la de un personaje imaginado por el arousano, el inaudito Íñigo Noriega, que llegó a fundar una Colombres en Texas y a levantar en el natal el palacio de la Quinta Guadalupe que nunca llegaría a pisar. El Archivo de Indianos que hoy le da vida atesora centenares de cartas de aquellos emigrantes, hojas de cuentas y letras de pago de sus negocios grandes o pequeños, fotografías, postales, anuncios y esquelas.

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De los artesanos del cuero y la suela de Pimiango apenas perdura el hilo oral de su tradición y su forma de hablar en los vocabularios recopilados de su jerga gremial, el mansolea. La tradición sitúa su origen en el primitivo Pimiango, una aldea con salida al mar que se asentaba próxima a Las Bajuras y el Jaedín. Sus habitantes se dedicaban a la pesca hasta que una terrible galerna hundió toda su flota de lanchas, ahogando con ella decenas de vidas. Los pocos que se salvaron y el resto de los vecinos decidieron abandonar las redes para buscar tierra adentro otro modo de ganarse el sustento. Lo encontraron en la Casona del Palacio de los Gutiérrez de Colombres, aprendiendo el oficio de la zapatería de maestros noreñenses. Como estos tenían prácticamente copado el mercado asturiano, los de Pimiango, una vez que se manejaron como expertos artesanos y formaron su propio gremio, resolvieron aplicarse al trabajo ambulante, recorriendo los caminos de Castilla, Cantabria y el País Vasco. De sus faenas y sus viajes más allá del Cuera había oído contar mucho un rapaz de Colombres, huérfano y criado por un pariente lejano para que le cuidara las cabras en la Sierra. El crío escuchaba a otros pastores relatar historias de mansoleas y soñaba con convertirse en uno de ellos. Un día se escapó para ir a Pimiango a aprender el oficio. Acostumbrado a curtir los pellejos de su rebaño, se mostró pronto como un aventajado alumno del maestro que lo tomó a su cargo.

Esperando enrolarse

El aprendiz, mientras remachaba cada par de zapatos, no dejaba de preguntarse cuándo le llegaría la hora de enrolarse en una cuadrilla de las que salían en primavera mundo adelante. En sus conversaciones con los otros pupilos había podido saber que para aquellas expediciones solo admitían a artesanos hechos y derechos, oficiales probados por los maestros a los que iban a acompañar. A él le pasaban los días, los meses y las primaveras y no acababa de vislumbrar el momento en que alcanzaría el grado profesional que le abriese la puerta a la vida itinerante. A veces, especialmente cuando las lluvias y el frío iban quedando atrás, en el tiempo de las flores y el primer sol que calienta, llegaban peregrinos atravesando el Deva en barca y el rapaz los miraba con envidia al verlos alejarse en su ruta hacia Compostela. Una tarde se encontró con un grupo de ellos, resguardándose de un chubasco veraniego en los soportales de la iglesia de Santu Medé y les preguntó si Santiago quedaba muy lejos y hacia dónde caía. «Ves el sol por donde se está ocultando, pues allí vamos a visitar la tumba del apóstol, donde se acaba la tierra», le respondieron. Venían de Francia y eran todos estudiantes que habían hecho la promesa de peregrinar a su protector, el obispo de Arlés, antes de seguir sus estudios en la Sorbona.

Al escuchar las historias que contaban aquellos jóvenes de sus andanzas desde que había salido de Arlés, el aprendiz de mansolea sintió algo similar a una iluminación. Se despidió de ellos y les anunció que a la mañana siguiente, cuando reanudaran camino, se les uniría con su hatillo y sus últiles de zapatero para acompañarlos. Por toda explicación les dijo, según refiere el cuento popular: «Todos los mansolea van pa onde naz el sol, pues yo voi pa onde cai, que allí en Santiago, con tantos peregrinos, habrá muchas suelas que remendar».

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