El bosque reconquista San Adriano del Monte
La parroquia desierta. Es la única de las 857 parroquias de la región sin habitantes. Sus muros recuerdan tiempos prósperos mientras los árboles los devoran
OCTAVIO VILLA
Domingo, 8 de marzo 2020, 02:16
Hace cuatro décadas de que San Adriano es doblemente del Monte. En 1981, cansado de la soledad y de que el bosque fuese tomando poco a poco las erías que décadas antes conformaban una fértil huerta, el último vecino de San Adriano del Monte se fue de esta aldea de robustas casas de buena cantería caliza por un mal camino que la unía con Grado. O tal vez por uno aún peor, rumbo a Proaza. Curiosamente, los dos concejos se disputan este pueblo que, junto con el también vacío de La Condesa, forman la única de las 857 parroquias asturianas que está oficialmente deshabitada.
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Sí, suben antiguos vecinos de cuando en cuando, a contemplar las ruinas de sus casas natales o (dos) a mantener abiertas y activas las suyas, que aún resisten el avance del bosque. O a la fiesta del pueblo, que aún se celebra el 8 de septiembre en torno a la iglesia en la que hace unos años a alguien se le ocurrió quemar la talla de madera de la virgen que presidía el altar. O, en grupo, todos los que quedan del pueblo en las cercanías, a hacerle ver a un okupa que había tomado por prestado un hórreo de los que aguantan en pie, que «el abandono no extingue la propiedad. Sorprendido, se marchó», relata Juan José Martínez, cabo 1º del equipo RoCa (Robos en el Campo), una unidad de la Guardia Civil que hace frente a los riesgos que supone la existencia de tanta casa abandonada o de tanta segunda residencia en la zona rural asturiana.
Juan, o Juanjo, es conocido por los pocos vecinos de la zona. Viste de paisano, y tiene el aspecto de uno de los muchos senderistas y montañeros que recorren la sierra de Tameza. Pero es uno de los pares de ojos y oídos de la Guardia Civil en el terreno.
Con él y con tres compañeros más, acudimos a Baselgas, otra remota aldea moscona en la que un único vecino, Antón Tamargo, se mantiene firme. La suya es una soledad parcial, pues «desde la tarde del jueves comienza a venir gente del pueblo para pasar el fin de semana», pero los miércoles, tras tres días solo, acude religiosamente a Grado a por avituallamiento y a charlar un rato. Es necesario y se le nota. En unos minutos ha informado a Juanjo, al sargento Rubén Abella y al agente del Seprona Diego Pérez de todas las incidencias de la zona. De los visitantes llamativos, de los vehículos que pasan por la zona o de si cerca del pueblo hay algún riesgo potencial. El sargento Abella lo resume: «Mantenemos un contacto permanente con las personas que viven solas. Les protegemos, sí, pero ellos también son grandes informantes de lo que ocurre».
Antón acaba su habitual charla con los agentes, amigos a fuerza de la costumbre, y nos enseña con evidente orgullo todo su pueblo. Es hermoso, con casas remozadas y nuevas, un buen núcleo de hórreos bien cuidados y espectaculares vistas sobre los valles circundantes. Esos mismos que obligaron a los vecinos «a ir poco a poco construyendo, en sextaferia», una imposiblemente empinada y retorcida pista que mucho más tarde el Ayuntamiento asfaltó.
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Recuerda este hombre de 69 años que no siempre vivió en Baselgas: «Trabajé en la fábrica de armas -en Trubia- pero hace unos 30 años volví, y me quedé por mis padres, por ayudar. La gente se fue marchando, cerraron las escuelas, y me quedé solo. Y eso que mi padre tuvo 21 hermanos». No resulta difícil imaginar el pueblo lleno de niños de apellido Tamargo, de la misma forma que es sencillo pensar en que la carretera asfaltada y la presencia de Antón, que mantiene la actividad ganadera, algo de huerta y hasta hace no tanto gestionaba una casa rural, han librado a Baselgas de un destino como el de San Adriano. De momento.
La ruta de los abandonados
Antón insta a los seis visitantes de un jueves de invierno a volver «del 14 al 16 de agosto, cuando hacemos la fiesta del pueblo y montamos una corderada junto a la capilla». La propuesta es tentadora, porque ese día hace sol y es fácil que la perspectiva parezca agradable. Otra cosa es quedarse allí en medio de una nevada y sin comunicación, de lo que Antón sabe bastante.
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El camino hacia San Adriano pasa al lado «de donde hace poco nos incautamos de una plantación de marihuana, de muchas plantas. La tenían en el monte y desde el aire no era nada fácil verla, así que los comentarios sobre quién pasa y hacia dónde que nos van haciendo en las aldeas (hay muchas, pequeñas, entre Grado y San Adriano) nos resultan muy indicativos», explica Diego Pérez. El valle se abre cuando llegamos a La Condesa, un núcleo más que disperso que figura como deshabitado, si bien es evidente que hay quien utiliza para su ganado los pastos en que se salpican sus casas y cuadras. Lo está, deshabitado, pero hoy cuidan de uno de sus prados dos vecinos de Avilés, Armando Fernández y Rosalía Fidalgo. Con 83 y 79 años, se les ve capaces de segar con guadaña varios días de bueyes o de bajar al río para recoger piedra toba calcárea. «De ella, serrada cuando está húmeda y convertida en ladrillos macizos, está hecha la cuadra de la casa -explica Armando-, y por eso es amarilla». Sí, de un tono que llama la atención y justifica por sí sola la visita. Rosalía, por su parte, está orgullosa «del horno que tiene la casa», aunque desliza una tristeza: «Hará unos veinte años que no lo usamos. Y ya nadie sube con nosotros a La Condesa...». El horno dota a la casa de una curiosa forma semicircular en uno de sus muros. Más tarde volveremos a ver esa estructura en varias casas de San Adriano.
Pasada La Condesa, comienza la selva en la 'ruta de los pueblos abandonados' que el Ayuntamiento de Grado promociona como atractivo. «Sigue abierta por los ciclistas, los senderistas y, sobre todo, porque vienen muchos cazadores, y eso interesa», explican los guardias civiles. El camino amenaza derrumbes (uno de ellos se producirá pronto y cortará la pista con cientos de toneladas de roca sedimentaria) y deja intuir, entre la maleza, antiguas cuadras. O casas. Tal vez molinos en lo más profundo del valle. Piedras devoradas por las plantas,
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La llegada, en zigzag montañero, a San Adriano convence de que el abandono era irremediable. «Mira, a través del monte aún se ven las trochas que usaban para bajar cortando por el monte. Para subir no, que son muy empinadas», explica el teniente José Maximiliano Pandiella al más ahogado de los caminantes.
Arriba, en el vacío verde y azul celeste, los muros que resisten en San Adriano pretenden desafiar al tiempo y al olvido, en una lucha perdida ya a favor del jabalí y los zarzales. Al llegar, una yegua negra que pastaba solitaria por el monte viene a curiosear. Silencio.
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