Ana Lena Rivera: «La historia que cuento solo se podía desarrollar en Asturias»
La escritora ovetense presenta este martes en La Buena Letra de Gijón (19 horas) su última novela, 'Las herederas de la Singer', de mano del Aula de Cultura de EL COMERCIO
Ana Lena Rivera (Oviedo, 1972) es una de esas escritoras que, tras relegar su vocación durante décadas, dio un giro de timón para dedicarse a la que siempre había sido su pasión. Es, también, una de esas plumas que hacen que escribir parezca fácil, un ejercicio natural, que sus lectores de gran espectro devoran sin que se les haga bola. Este martes (19 horas) presenta en la librería La Buena Letra de Gijón su última novela, 'Las herederas de la Singer', de mano del Aula de Cultura de EL COMERCIO. Rafa Gutiérrez Testón hace los honores.
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–Con 'Las herederas de la Singer' vuelve a Asturias, siempre presente en sus novelas.
–Siempre está presente, pero en esta novela más que en ninguna. La historia que cuento solo se podría desarrollar aquí, porque esos sucesos no los hubo en ningún otro lugar que no fuese la cuenca minera. Ni la represión ni las tropas que se enviaron durante la posguerra fueron iguales en otras partes. Toda la parte antigua de la novela está basada en historias que escuche a mi abuela, mi padre –que se crió en Turón, donde transcurren las primeras décadas de la novela–, mi tía...
–Y en esa cuenca minera reivindica el callado –o silenciado– trabajo de modistas y mineras.
–Mi tía era modista, mi madre también cosía... Creo que como casi todas las madres de mi generación. No había Zara y las tiendas eran muy caras, para cuando ibas de boda o a una comunión. Mi tía tenía aprendices de costura y, como en esa casa siempre se estaba cosiendo, cuando las vecinas tenían tarea de costura también se pasaban por allí y se juntaban muchas mujeres mientras yo jugaba en el suelo. Hablaban de su niñez, de la postguerra, de su juventud, de cómo había cambiado el mundo... La parte de la minería viene de parte de padre.
–Pero también habla de las mujeres en los pozos.
–En la novela hay mineras y mineros, pero es cierto que lo que más sorprende son las carboneras, porque son de las que no se ha hablado, las mujeres que trabajaban de forma legal en el exterior de la mina, porque al interior en teoría no podían bajar. Esto no era del todo cierto, porque cuando por la guerra y la posguerra faltaron hombres, bajaban las mujeres. Luego, las sacaban para las fotos. Aún así, los trabajos del exterior eran igual de duros. Los lavaderos eran un sitio horrible, lleno de polvo y de carbón, adonde algunas llevaban a sus bebés. Las paleadoras portaban palas que pesaban kilos y kilos.
–Esa máquina de coser que todos hemos visto por casa actúa de conexión entre las cuatro generaciones de mujeres que protagonizan su libro.
–La idea llevaba mucho tiempo conmigo. Durante el confinamiento, a cada uno le dio por una cosa y a mí, por ordenar el trastero. Ahí apareció la singer, que había sido parte de la decoración de mi salón hasta que la guardé cuando nació mi hijo, porque me daba miedo que se le cayese encima. Al verla, me vinieron encima tantos recuerdos que quise escribirlos, me puse y salieron quinientas y pico páginas. Aunque algunas partes son inventadas, casi todas las historias de la novela sucedieron en realidad a alguien.
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–Su obra acerca esa Asturias y España de la posguerra al presente del 'Me too'. ¿Qué tienen en común?
–Se trataba era demostrar la evolución de la sociedad española en general y de las mujeres en particular. Todos hemos evolucionado mucho, pero para las mujeres este siglo ha sido el de más cambios de la historia. Y, posiblemente, mucho de todo esto empezó con la máquina de coser, con el invento que les dio cierta luz de independencia económica. Se trataba de mostrar todo lo que se ha conseguido y, también, todo lo que nos queda por avanzar.
–Habla del miedo, que comenzó antes de la guerra y se perpetuó durante décadas. ¿Marcó la vida de estas mujeres?
–De todos. Había un miedo social, sobre todo en Asturias, donde la represión dura mucho más. En el año 62, un montón de intelectuales escribieron a Fraga para que cesasen las torturas en la cuenca minera. Pero, además, en las mujeres también había un miedo familiar. No ocurría en todas las casas, pero la mujer era una menor eterna, sin derechos, no podía acceder al mundo laboral ni conducir o abrir una cuenta en el banco. La mayoría de las familias creaban un hogar normal, en paz, pero a la que no le ocurría eso y daba con un chalado estaba atada a él y sometida a esa tortura el resto de su vida.
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–¿Qué une a Aurora, la bisabuela, y a Alba, la bisnieta?
–Alba es el mismo reflejo del carácter de su bisabuela. Las generaciones intermedias son luchadoras y fuertes a su manera, prefieren pasar inadvertidas, pero la primera y la cuarta tienen un carácter de mil demonios. A Aurora le toca una época mucho peor, en la que lucha por sobrevivir. Alba lo hace para reivindicar los derechos de las mujeres. Se establece una relación entre ellas que, más allá de la sangre, es de admiración mutua. Además, se producen paralelismos en sus vidas, que terminan de sellar la unión. Un siglo después, aún hay cosas en las que no hemos avanzado y ocurren sucesos traumáticos.
–Trabajaba como directiva en una multinacional cuando decidió lanzarse al mundo de la escritura. ¿Por qué?
–Suena muy peliculero, pero en realidad fue un proceso lento. Yo quería dedicarme a la escritura desde pequeña, desde tercero EGB, gracias a sor Cándida, pero no era ni planteable. En aquel momento, tenía que elegir una carrera «que tuviera salida». Mis padres me mandaron de Oviedo a Madrid a estudiar y al acabar la carrera debía ponerme a trabajar, no procedía ponerme a escribir novelas. Profesionalmente me fue fenomenal, pero siempre hubo algo que me quedó ahí, así que me fui formando en la Escuela de Escritores y un buen día surgió la oportunidad. Me quedé embarazada y al ser un embarazo de alto riesgo, con reposo domiciliario, tuve el tiempo necesario. Terminé la novela tres días antes de que naciera el peque. En ese momento, tenía una novela escrita, una baja por maternidad y una gran oportunidad –porque una directiva con un bebé es menos atractiva empresarialmente–, así que me hice un plan a dos años. Si en dos años lo conseguía, fenomenal. Si no, me lo replantearía. Y salió bien.
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–Tan bien, que su primera novela ganó el Torrente Ballester. Tras la trilogía dedicada a Gracia San Sebastián, ¿es este un nuevo comienzo?
–Totalmente. Conservo el estilo de escritura, muy rápido, sin largas descripciones, con muchos diálogos, pero la historia es completamente distinta. Al principio yo no habría tenido madurez para escribir esta novela, para hacerla fácil de leer y que los personajes y sus vidas conviviesen en el tiempo, tiene una complejidad que requiere práctica y experiencia.
–¿Siente presión por las expectativas? Ha vendido mucho...
–Si dejé mi puesto en una multinacional no es para asustarme ahora y no escribir lo que quiero. Deseo mantenerme fiel a mí y a los lectores. Voy a cumplir cincuenta años. Ya no es momento de tener miedo.
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