Apenas iniciada la mañana de este último domingo, Ana María Lázaro Peña decidió poner fin a su vida, una decisión personal y trágicamente irrevocable. En este caso no hubo maltratos; sí el continuo amor y apoyo de sus tres hermanas y su hermano. Tampoco reveses sentimentales, problemas económicos, drogadicción o locura. La responsabilidad de que llevara a cabo una acción tan extrema la tuvo un dolor accidental y crónico que, en mayor o menor grado, inhabilita para la vida: la llamada neuralgia de trigémino, raíz y ramas nerviosas del también conocido como el 'árbol de los suicidas'.
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Nadie piense que forma parte de las enfermedades raras. Lo padece entre un 10 y un 12% de la población (que ya es), y bien los anticonvulsivos y antidepresivos, bien algunas operaciones, calman y permiten continuar con la vida normal. Pero también un significativo porcentaje de pacientes no responden a tratamiento alguno, y ni la morfina, ni opioides más potentes causan otro efecto que ir deteriorando las funciones cognitivas, la normalidad, el día a día, las ganas de vivir, de quien, finalmente, y ante la impotencia de la medicina y los cuidados, termina buscando salidas extremas.
Ana era alegre y lo tenía todo para seguir siendo feliz. Desde la Noreña natal se vino a Gijón donde dirigía la Asociación Párkinson Jovellanos Principado de Asturias, mal que no padecía y donde dedicaba toda su eficaz capacidad de gestión informando, organizando y uniendo en las más diversas actividades terapéuticas y recreativas a sus miembros.
Hace unos cuatro años, para tratar la luxación mandibular que padecía, le hicieron una infiltración. Y comenzó el infierno, tal vez porque la inyección inflamó el nervio lateral de la cara que afecta a las zonas del oído, los ojos, las mandíbulas y los dientes con dolorosísisimos trallazos eléctricos que impiden hablar, masticar, tocarse la cara, incluso abrir los ojos, con una persistencia (si los tratamientos se muestran ineficaces) que pronto llevan a la depresión y –según grado– a la muerte voluntaria.
Vaya desde aquí un recuerdo emocionado para Ana por su vida plena y viajera, inquieta y mayormente feliz, de estudio y ayuda a los demás hasta la llegada del inesperado y torturador mal. También la comprensión ante su remedio, no obstante traiga la desolación a una familia que no ahorró en pasearla por hospitales y especialistas de España entera, todos incapaces de darle una solución. La COVID nos ha mostrado lo frágiles que somos y se añadió a otras numerosas fragilidades que convierten cada día sin dolor ni depresión, cuando podemos pasear, charlar, comer o leer el periódico, en un inmenso regalo solo valorado cuando se pierde.
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Descansa en paz, Ana; hiciste mucho bien, y a mucha gente en tus 56 años de vida. Pena que la ciencia, últimamente poco acertada, no supiera ofrecerte remedio y sosiego.
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