Bea Villamarín
Galerista. Licenciada en Historia del Arte, formó parte del equipo de la sala de arte Van Dyck y desde hace siete años dirige su propia galería
LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 16 de enero 2022, 16:42
Hay quienes llegan al mundo bendecidos por el espíritu de una fecha. Bea Villamarín lo hizo con las voces de los niños de san Ildefonso ... cantando cifras y premios. Algo de esa suerte, de esa ceremonia de los azares y la casualidad y de la liturgia de las vísperas de los días más tiernos del año, traía en los ojos la niña que nació en Gijón en el año 1981 y que se convirtió en la pequeña de tres hermanas. Cierto que en su familia nunca ha tocado la lotería, pero igual sería un abuso después de aquel nacimiento feliz y la alegría que aquella pequeña traía consigo.
En el momento en que este retrato se publica, Bea Villamarín está justamente en esa frontera que divide en dos mitades la vida de una mujer: ese momento exacto en el que la vida propia deja de serlo para ser otra, para que los días lo sean en función de una risa, de unos pasos, de un llanto, de un cuento... Porque llega Manuela a transformar una existencia, a darle la vuelta a las certezas, a reafirmar la voluntad.
Bea Villamarín es esa mujer que mira a la cámara con la noche en los ojos y en la melena oscura. Y ni un ápice del cansancio del final del embarazo se atisba en un rostro de correctísimas facciones subrayadas por el hoyuelo de la barbilla. No hay sonrisa a la vista, pero bastan unos segundos de conversación, un cruce de miradas cómplices para que ésta se muestre en su esplendor, y en ella habite la niña que creció en El Bibio, con una infancia cuyos puntos cardinales estaban en el colegio, en la práctica deportiva de cuanto se pusiera por delante desde el esquí a la gimnasia, pasando por la equitación, en la ciudad y la playa y en el verano feliz de Meira, de donde son originarios sus padres.
Bea Villamarín tiene aspecto de haber sido un rabo de lagartija inquieta y vivaz y sin embargo, en contraste, no es difícil adivinar también los rasgos que delatan a la niña estudiosa y responsable que también fue, amante de las matemáticas y las ciencias en general y, según confiesa, nada hábil a la hora de manejar lápices y pinceles, tanto que la única vez que su trabajo en la asignatura de Plástica fue valorado con buena nota fue gracias a haber copiado de una de sus hermanas un cuadro que esta había pintado, lo que la reafirmó en su teoría de que eso del arte no era para ella.
Como la vida es muy rara, después de hacer todo el BUP por ciencias puras, se encontró estudiando la carrera de Historia del Arte y seducida por lo que estaba conociendo, por los misterios de la expresión artística, por la emoción estética. De esa pasión sobrevenida vino su profesión de galerista, primero en el equipo de la Sala Van Dyck y casi siete años más tarde abrió su propia galería en compañía de un socio.
Emoción
Desde entonces vive la aventura de dejarse emocionar cada vez que descubre una obra o un artista, con la ilusión de que ellos serán en el futuro quienes sean materia de la Historia del Arte, pero también el empeño de acercar el arte a la gente, de mostrarlo como algo desprovisto de esas solemnidad que a veces reviste, como un misterioso ropaje lo que es emoción y algo que si no es se parece bastante a la felicidad.
Para ello, su galería se transforma en juego, en fiesta, en espacio para compartir chocolate con churros, para mezclar los colores y las palabras, para descubrir una perspectiva diferente de disfrutar el arte conociéndolo, de dejarse seducir por esa obra con la que uno quiere convivir.
En este momento en el que Bea Villamarín crea la obra más hermosa de su vida, su mirada habitada por la ilusión derrama una luz certera que disipa todas las sombras.
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