Acostumbra nuestro país a moverse siempre entre dos mundos, en la dicotomía constante, entre los polos opuestos y con los bandos enfrentados. La Historia de ... España ha sido testigo de afrentas duales y odios africanos. Frase que, por cierto, no presenta connotación racista o xenófoba alguna, salvo para los amigos de lo políticamente correcto o los afectados por Dunning-Krugger. Hay que remontarse hasta las guerras púnicas y la mala digestión de la derrota de Cartago frente a Roma para encontrar el verdadero origen etimológico de esta expresión tan cruda.
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En el ámbito político, económico o religioso –incluso, en alguno tan banal como el futbolístico o el musical– el ibérico medio transita apabullado en el áspero camino del antagonismo. No hay sesuda tertulia intelectualoide o conversación de chigre, que decimos en Asturias, en la que no se pueda apreciar esa rivalidad cismática tan cansinamente extendida. El verdadero drama de todo esto es que esta división, bastante ficticia y a veces forzada, viene motivada por una corriente globalmente orquestada para establecer un pensamiento único, sin cabida para la discrepancia ni la disidencia. Sin ánimo de caer en teorías conspiranoicas, todas ellas hilarantes pero por lo general lejanas de la realidad, lo cierto es que da la sensación de que cada vez es más complejo opinar sin verse señalado. Parece que sólo una forma de pensar, vivir, creer o votar es la única universalmente válida, eterna e inmutable, por utilizar el lenguaje platónico sobre las ideas.
Se ha viciado tanto la atmósfera del pensamiento que el ambiente es casi irrespirable. En especial, padecemos este mal aquellos que tenemos el gusto de no hundirnos en ninguna de las fosas cenagosas que algunas han creado con bastardos intereses. La esquizofrenia ideológica colectiva ha llegado a tal punto de que ya, incluso por cualquier acto de nuestra vida cotidiana, se nos juzga y etiqueta desde una orilla. Al tuntún. Sin preguntar, sin saber prácticamente nada de nosotros. Es el recurso de sorites llevado a su nivel máximo de perversión.
Defender lo que une cree y combatir lo que aborrece es honorable, necesario e incluso justo. Pero hacerlo con la vileza que en la actualidad algunos operan hace dudar mucho acerca del futuro, al menos moral, de la humanidad. Conmigo o contra mí llevan muchos en la solapa a estilo de leitmotiv existencial. Hay quien en su trinchera de trashumancia intelectual, ateísmo encolerizado, complejo social o idolatría política desprecia lo diferente, como si tener unas convicciones alternativas fuesen una amenaza para no se sabe realmente muy bien qué. O no están seguros de sus posiciones y actúan por temor, o son unos intolerantes de manual, en el mejor de los casos. La paradoja de Popper nuevamente en el disparadero.
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Afirmaba el filósofo irlandés Edmund Burke, uno de los referentes del liberalismo y desgraciadamente bastante olvidado, que «para que triunfe el mal sólo es necesario que los buenos no hagan nada». La batalla hace tiempo que ha empezado y el enemigo juega con mucha ventaja. Buena suerte.
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