La relevancia de la generosidad
Dar sin esperar nada a cambio puede parecer un lujo ingenuo. Pero pocas cosas reportan tanta satisfacción como ver crecer a quienes ayudamos a volar
Y yo qué gano con esto? Probablemente nada. O, mejor dicho, nada material. Lo normal es que la generosidad nos resulte atractiva cuando somos los ... receptores, cuando alguien nos dedica su tiempo, su atención o su ayuda. Sin embargo, hay mucha gente –más de la que parece– que disfruta más regalando que siendo regalada, dando más que recibiendo. Puede sonar a discurso romántico, incluso ingenuo, pero sigo creyendo que ser generoso con los que te rodean tiene un retorno emocional infinitamente superior al que proporciona acumular loas o encerar la propia vanidad.
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Como yo, habrán visto en innumerables ocasiones cómo, cuando se reparten medallas, sobran solapas de voluntarios para colgárselas. En sentido contrario, cuando algo sale mal, todos escurren el bulto con la agilidad de quien teme ser señalado. ¡Estos humanos! Ya saben, el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano. La frase se le atribuye a Kennedy o a Napoleón, pero podría ser de cualquiera de nosotros. Porque todos, en algún momento, hemos sentido ese impulso de alejarnos del error y arrimarnos al aplauso.
Pero la generosidad va por otro camino. No se trata solo de dar, sino de ceder protagonismo. Hablo de la generosidad de ofrecer oportunidades a los más jóvenes, de ayudarles a desarrollar sus habilidades, de entrenar sus dotes, de reforzar sus aciertos y corregir, sin humillar, sus errores. Esa generosidad no empobrece, al contrario: nos hace crecer a todos. Al que la ejerce, en satisfacción; al que la recibe, en confianza. Se genera así un círculo virtuoso que, una vez en marcha, es imparable: cuanta más confianza depositas en quienes te rodean, más responsabilidad asumen. Y también ocurre al revés: cuando menos confías en las personas y más las controlas, más irresponsables se vuelven. La responsabilidad y la confianza son, en realidad, directamente proporcionales.
Ser generoso, sin embargo, exige un esfuerzo consciente. No es sencillo renunciar a las recompensas del ego, a las pequeñas dosis de vanidad que todos llevamos dentro. Supone tener claro el orden de prioridades y un buen equilibrio emocional. ¿Qué prefieres: que te reconozcan a ti o a alguien a quien tú ayudaste a brillar? En teoría todos respondemos lo mismo: que reconozcan al otro. Pero llegado el momento, dar ese paso a un lado puede resultar más difícil de lo que parece. Y digo a un lado, no atrás, porque la satisfacción de ver triunfar a un hijo, a un discípulo o a un colaborador es incomparable. Es más duradera y lleva incorporado un valor extra: la gratitud.
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Todos tenemos una etapa en la vida en que necesitamos del éxito para reafirmarnos, para construir seguridad y autoestima. Pero convertir esa necesidad en un hábito permanente es un vicio, una trampa del ego. Por eso, no busquen la generosidad en los más jóvenes; a ellos solo les corresponde ser agradecidos. La generosidad es patrimonio de quien ha vivido lo suficiente como para entender que crecer uno mismo es menos importante que ayudar a otros a crecer.
El padre con su hijo, el maestro con su alumno, el jefe con su colaborador. Todos ellos representan una cadena silenciosa de generosidad que sostiene lo mejor de la condición humana. Y, sin embargo, esa cadena se rompe cuando aparece la expectativa: cuando damos esperando algo a cambio. Porque la verdadera generosidad no espera retorno, ni reconocimiento, ni aplausos. Lo único que devuelve –y ya es mucho– es la alegría de ver volar a quienes ayudamos a desplegar las alas.
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Y, si me permiten una última confesión, pocas cosas producen tanta felicidad como ese instante en que descubres que ya no te necesitan. Que su vuelo es suyo, y que tú, en el fondo, también te elevas un poco con él.
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