Levanto levemente la mirada de la pantalla del ordenador y veo en la distancia que me separa de El Musel una estructura flotante de altura ... mitad de la Campa Torres y superior a la del edificio del Muelle en el que escribo. Trescientos metros de largo y forma poco marinera, más próxima a la de un edificio, una torre que hubiera cambiado la altura por la horizontal. En suma, uno de esos barcos ciudad que llevan cerca de seis mil habitantes a bordo, entre tripulantes y viajeros. Esa población la alcanzan en Asturias veinticinco municipios y son bastantes más, tantos como cincuenta y tres, los que no llegan a ella. En fin, cómo evitar el tópico de la ciudad flotante cuando el propio diseño del barco, su propia forma, remite más a lo urbano que a lo naval. Muchos de los mil quinientos residentes fijos no se habrán conocido en toda la temporada. Los cuatro mil quinientos ciudadanos volantes tras pasar dos semanas en el barco conocerán su barrio y a su vecino de enfrente.
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Que un edificio torre adopte la forma de un cohete no le resta funcionalidad ni idoneidad estructural. Lo mismo puede decirse de los 'edificios barco' de Poniente. Sin embargo la recíproca, la simétrica, no se verifica. Un barco, y no digamos un avión, en la medida en que por su propia naturaleza ajena a nuestro medio natural –tierra– deben atender requerimientos específicos del aire y del agua admiten pocas desviaciones de la ortodoxia dinámica a la que están sujetos. La aeronáutica no conoce desviaciones como la que el barco ciudad supone respecto a la navegación, al fin y al cabo difícil imaginar forma navegante menos marinera que la aludida. Los ingenieros navales sabrán la de correctores que tal aberración náutica precisará para compensar tales excesos. Pero, eso sí, debo admitir que miro al monstruo y me quedo colgado de esos excesos. Justo debajo de las esferas de la Campa que coronan la misma perspectiva visual. Barco y esferas, junto con otras obras comunes de ingeniería, presas, puentes o viaductos, se me imponen como la más poderosa escultura actual, junto a la que la académica, por vanguardista que se tenga, me parece un empeño menor y casi frívolo.
Finalmente y ya que hablamos de estética, creo cumplir un elemental deber de gratitud si reconozco aquí la generosidad de dos ilustres colegas de mi generación, Enrique Perea y Javier Fombella, que además de asomarse regularmente a esta columna felicitan sin reticencias a quienes ascendemos trabajosamente el camino profesional en cuya cima ellos ya se encuentran.
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