Llevábamos mucho tiempo escuchando quejas sobre la escasez de nacimientos. Los pueblos se quedan sin habitantes y, se decía, España es uno de los países ... de Europa que pierden población de un año para otro. Pero de repente resulta que ya no es así: las estadísticas oficiales anuncian que estamos llegando a los cincuenta millones de habitantes, es decir, casi diez millones más de los cuarenta que manejábamos en las estimaciones anteriores.
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¿Qué ha pasado? ¿Qué está pasando? ¿Es que de pronto todos nos hemos puesto a tener hijos? Evidentemente eso no es tan fácil y, si fuese cierto, lo veríamos en los recreos de los colegios donde cada día juegan menos alumnos. Los índices de natalidad se mantienen bajos y con la escasez de viviendas y el incremento de los precios lo previsible es que esto no cambie. La única explicación que se maneja es la inmigración, claro. Contra la inmigración no hay objeciones, es necesaria para cubrir puestos de trabajo y para ayudar a que los países más pobres puedan progresar. Esto ocurrió en España hace algunos años.
Somos un país de emigrantes, primero para América y luego para Europa, así que ahora toca recibir y abrirles paso a los de otras naciones que lo necesitan y a los que necesitamos. La solidaridad humana justifica esto, por más que los extremistas de Vox protesten. Escrito todo esto, también es evidente que una inmigración desbocada, o descontrolada como es la nuestra, debería ser más regulada, y no sólo por la conveniencia de los españoles, también de los propios inmigrantes que en muchos casos vienen y no encuentran trabajo ni algo tan necesario como es el alojamiento. La llegada masiva e incontrolada de pateras, que hay días que introducen en el territorio nacional a centenares, si no millares, de personas a las que hay que proteger.
Dentro de los grupos que llegan están los iberoamericanos, que comparten nuestro idioma, nuestra cultura e incluso nuestros apellidos. Son, como es lógico, los que se integran mejor. Otros como los procedentes de los países árabes, muy reacios siempre a adaptarse a nuestra cultura, es más difícil, y con frecuencia, igual que está ocurriendo en Francia, intentan cerrarse a la integración. Los subsaharianos quizás sean los más desamparados y también los más necesitados. En el mundo occidental, que maneja el grueso de los medios para la evolución y el progreso, se olvidan de África. Y el retraso de sus habitantes les fuerza a buscar mejores condiciones de vida en otras partes. Y para alcanzarlo se arriesgan cruzando mares en embarcaciones precarias y dejándose la vida entre las olas. Son muchos millares los que han muerto ahogados en el intento estos últimos años.
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Algunos gobiernos se preocupan más de controlar la inmigración, pero el español, sumido en la demagogia y abstraído en otras cuestiones menos delicadas, la tiene abandonada. Con una inmigración de fronteras abiertas es muy fácil que entre necesitados y trabajadores se filtren todo tipo de delincuentes, que muchas veces huyen de la justicia de sus países y otras se vuelven delincuentes en el destino ante las dificultades que encuentran. Llegan sin nada y no tienen nada para subsistir, ni techo ni comida para alimentarse, lo que explica su recurso a la delincuencia.
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