Defensa de la burocracia
El verdadero enemigo de la eficiencia burocrática son las formalidades superfluas. Los más directamente perjudicados son los propios funcionarios. Me viene a la cabeza lo que ocurre en la enseñanza a todos los niveles
Alguien ha dicho que el mejor amigo del hombre no es el perro sino el chivo expiatorio. Pocas cosas hay tan tranquilizadoras para nuestra buena ... conciencia como haber señalado un culpable, y en Asturias hemos identificado con claridad un culpable para los males que sufrimos, especialmente en el ámbito económico: la burocracia. Ciertamente, la burocracia está siendo un freno objetivo del progreso de nuestra región, pero, para que no lo sea, conviene que la comprendamos un poco mejor. Además, sería muy peligroso dejarnos arrastrar también en este ámbito por las pulsiones populistas, cuya simpleza abomina de la complejidad.
De la burocracia no podemos ni debemos prescindir porque representa un avance de la humanidad. Y lo representa porque su razón de ser reside precisamente en gestionar la complejidad. Lógicamente, la maquinaria administrativa sufre de muchas imperfecciones y de eso quiero ocuparme, pero la ausencia de administración nos sumiría en el caos. Conviene precisar también que la burocracia no es exclusiva de la administración pública. Cualquier organización genera su propia administración y burocracia; tanto más complicada cuanto más grande y compleja es.
Conviene no perder de vista que cosas tan aparentemente sencillas como pagar con una tarjeta, que las maletas estén en el aeropuerto cuando aterrizamos o realizar una compra 'online' se sostienen sobre una tupida red administrativa (aunque no se trate sólo de administración pública). También requiere una potente red administrativa la realización y control de análisis clínicos y que eso se coordine con las consultas médicas que nos proporciona el servicio público de salud. Lo mencionado es sólo una gota en el océano de bienes y servicios de los que disfrutamos, sin ser conscientes de la asombrosa gestión de complejidad burocrática sobre la que se asientan.
Dicho todo esto, hay que reconocer que la burocracia se vuelve insoportable cuando incumple su objetivo de eficiencia; es decir, cuando es más un estorbo que una ayuda. Este riesgo siempre ha existido. A continuación, deseo centrarme en riesgos más característicos del momento presente. Uno de ellos es la judicialización del servicio público. En la medida en que los ciudadanos demandamos al Estado, los controles se multiplican y los funcionarios se resisten a resolver expedientes o adoptar decisiones difíciles, pasándose unos a otros las patatas calientes. Administración y administrados se convierten en contendientes, de modo que la administración y los funcionarios pasan a estar a la defensiva, en detrimento de la eficacia.
Pero el verdadero enemigo de la eficiencia burocrática son las formalidades superfluas. Los más directamente perjudicados por ellas son los propios funcionarios (e indirectamente quienes reciben su servicio). Me viene inmediatamente a la cabeza lo que ocurre en la enseñanza a todos los niveles. El tiempo que los profesores han de dedicar a preparar informes de todo tipo es extraordinario, pero lo más lacerante de todo es su convicción de que todo ese papeleo carece de toda utilidad. Las autoridades educativas fían la calidad de la actividad docente al cumplimiento por parte de los profesores de multitud de expedientes y documentos. En España, más que cualquier posible corrupción administrativa, el cáncer de la burocracia es esta especie de translocación de la calidad en formalismos.
En realidad, la 'formalización de la calidad' constituye una característica determinante de nuestras sociedades y afecta a todas las organizaciones. En la medida en que la calidad en todos los procesos se estandariza y protocoliza mediante criterios formales, la burocracia se dispara. La aplicación de la lógica racional con la que nació la burocracia con vistas a la organización de estados nacionales, se ha aplicado a casi todas las actividades humanas, como exigencia de calidad. Desde la educación de un ser humano, hasta la producción de chips, pasando por la actividad de ocio e infinidad de cosas más, la calidad ha pasado a identificarse con el cumplimiento de indicadores susceptibles de medición. Y esto tiene bastante de engañoso. Los protocolos y formalismos lo que en realidad garantizan es la objetividad, no la calidad. Basta pensar, por ejemplo, en el sistema de formación y selección de los médicos: por supuesto, es extremadamente objetivo; que eso garantice la selección de los mejores médicos resulta más que discutible. Lo mismo cabe decir del control de la ANECA sobre la carrera académica de los profesores universitarios. Estos ejemplos muestran de modo palmario que la exigencia de responsabilidades impele a la sociedad a crear sistemas objetivos de control y medida, que utilizamos como sucedáneo de la calidad.
Así, pues, las distorsiones de la burocracia no proceden tanto de sí misma cuanto de un tipo de organización social que formaliza y protocoliza la calidad y el servicio. Ciertamente, se pueden dar muchos pasos para que la burocracia sea un sistema inteligente bien afinado; pero, antes de abordar su reforma, quizás hemos de preguntarnos si resulta posible, y en ese caso cómo, una exigencia pública de calidad, al margen de o con menos protocolos formales.
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