Una élite sin vergüenza
Lo que quizá no han tenido en cuenta muchos de los votantes de Trump es que el país al que tanto aman no merce un presidente que recurre al odio, al insulto, a la mentira, a la provocación, a la ilegalidad y a bulo con tanta desfachatez
Uno de los relatos para explicar el arrollador éxito de Trump en las pasadas elecciones apunta al descontento de muchos estadounidenses con las élites políticas ... e intelectuales del país. Muchos ciudadanos de clases más humildes y con menos estudios se sienten, según ese relato, despreciados por una clase política compuesta por egresados de la 'Ivy League' universitaria, en muy buena sintonía con los altos ejecutivos de Wall Street y las grandes estrellas de Hollywood. Una clase política liberal (en el sentido que dicha palabra tiene en Estados Unidos) empeñada, al parecer, en entregarle algunos elementos del sentido común a la derecha republicana. La arrogancia de la izquierda puede resultar en ocasiones realmente exasperante.
Trump, efectivamente, no tiene nada de intelectual y, en ese sentido, puede entenderse que los sufridos operarios del 'Cinturón de Óxido' o los granjeros de Dakota o Nebraska lo perciban como 'uno de los nuestros', a pesar de la fortuna que amasa el presidente electo. Lo preocupante, desde mi punto de vista, es que los votantes de Trump le han perdonado demasiadas cosas. Le han perdonado, sobre todo, su actitud ante el asalto al Capitolio, tras no haber reconocido a Biden como presidente, o haber intentado obligar al Secretario de Estado de Georgia a que 'encontrara' votos que le permitieran ganarlas; le han perdonado también su condena por falsificar 34 documentos para pagar con dinero de la campaña electoral de 2016 el silencio de la actriz de cine porno Stormy Daniels; le han pasado por alto el haber sustraído documentos clasificados al abandonar la Casa Blanca.
En fin, nimiedades. Y, efectivamente lo son si se compara todo ello con su 'estilo', consistente en el recurso permanente al insulto, la mentira, el bulo y al desprecio por las reglas más elementales de educación. Esos estadounidenses que le ven como 'uno de los nuestros', ¿lo vieron también como uno de ellos cuando, siendo presidente y bordeando el límite de la legalidad, destituyó al director del FBI, James Comey, y lo llama 'bola de baba' o cuando decía que Nancy Pelosi estaba loca? ¿Les gustó a sus votantes que se mofara de una periodista por su discapacidad? ¿Les gusta también que insulte de modo sistemático a los inmigrantes? ¿Lo ven también como uno de los suyos cuando ensalza a Putin y cuando declara que el enemigo del pueblo son los medios de comunicación? ¿Se identifican con él por la más que cuestionable base legal de la fortuna que ha amasado?
Da la impresión de que muchos estadounidenses han preferido una élite sin vergüenza a la élite cultural de izquierdas. Desde luego, el denostado establishment liberal, si no lo está haciendo ya, deberá reflexionar sobre lo que ha venido haciendo mal durante décadas; en especial, como ha señalado Michael Sandel, su apoyo a la 'financierización' de la economía, merced a la cual la economía real, la economía productiva que genera trabajo, resultó enormemente perjudicada, en beneficio de inversores irresponsables, que fueron los responsables del crack de las 'subprime'. En fin, mucho tiene que meditar ese establishment.
El problema es que su espacio lo ha venido a ocupar una élite descaradamente plutocrática, con Elon Musk a la cabeza, que no tiene ningún recato en mostrar su convencimiento de que el verdadero poder que mueve todos los hilos es el dinero y que se sienten los dueños del país y, casi, del mundo. Al parecer hay muchos votantes norteamericanos que se identifican con esos nuevos supermanes que no están dispuestos a someterse a ninguna norma. Envidian la superioridad de unos multimillonarios que no se encuentran maniatados por las formalidades de la compleja red de equilibrios, contrapesos y limitaciones que conlleva la acción política. Saben muy bien, además, estos nuevos líderes que estamos inmersos en la cultura del entretenimiento y que ser divertidos y provocativos en las redes sociales y en esas largas conversaciones en podcasts con gran audiencia da más votos que ofrecer respuestas razonadas y fundadas a los periodistas.
Lo que quizá no han tenido en cuenta muchos de los votantes de Trump es que el país al que tanto aman no se merece un presidente que recurre al odio, al insulto, a la mentira, a la provocación, a la ilegalidad y al bulo con tanta desfachatez. La figura institucional del presidente de la nación, ¿les merece tan poco respeto? Si el presidente puede insultar, ¿por qué no lo van a poder hacer los demás? Si para el presidente del país la ley y las instituciones democráticas no representan un límite al que someterse, ¿por qué debería respetarlas el ciudadano de a pie? No es que en la democracia las formas lo sean todo, pero debería estar claro que, sin repetarlas, acaba no habiendo nada.
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