Tal vez no haya otra época más propicia que la Navidad para la exhibición de las genuinas esencias del capitalismo. Durante este tiempo (que cada ... año se alarga más) vuelan los 'bizum', cantan los cajeros, roncan los TPV y se atragantan las cajas registradoras. Odio esta triste Navidad de los consumos enloquecidos. El capitalismo ha señalado como divinidad principal de su Olimpo al viejo dios Mercado. Siempre fue un dios poderoso, pero discreto, pues cedía su protagonismo al dios Dinero y la diosa Plusvalía. Mercado es ahora un dios corruptor, pues todo bien lo convierte en mercancía. El perfume de una flor, la luz del mediodía, la sonrisa de un niño o la mirada tierna de un anciano significan para Mercado únicamente lo que se pueda pagar por ellos. El perfume de la flor se envasa en un frasco vistoso, la luz se transforma en argumento para la firma de una hipoteca, la sonrisa es el precio del último juguete tan sofisticado como inútil y la mirada es el resultado de un buen seguro de muerte.
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En la Navidad los engranajes de manipulación del capitalismo se multiplican hasta el delirio, porque en el aire flotan, como en ninguna otra época, la esperanza de una vida mejor, los deseos de reconciliación, el ansia de la recuperación de los amores descuidados, la necesidad del encuentro y del abrazo y otros sentimientos nobles instalados en la naturaleza de los seres humanos y asociados a estas fiestas por la tradición.
Nada representa para Mercado lo no vendible y por eso convierte al instante cualquier sentimiento en mercancía. Este dios también llamado Libre sólo tolera la libertad del subalterno dios Dinero. Los dioses no se equivocan. A veces se atisba un fracaso para Mercado y aparece una grave crisis, pero al poco renace de la ruina con más poder y, desde luego, con más protagonismo. ¿Recuerdan en la crisis de la pandemia los ruines (que no ruinosos) negocios las mascarillas?
Los canales de comunicación se atascan con inútiles y tediosas disertaciones sobre economía, en las que 'nivel de vida' se confunde intencionadamente con 'nivel de consumo', y de las que ha desaparecido cualquier visión social de la economía. La felicidad está en el consumo. La amistad, el amor, el agradecimiento o la paz no se conciben sin la entrega de una 'mercancía' comprada en la fiebre de los mercados y previamente envuelta de consideración y necesidad. Regalar y que te regalen (cosas compradas) es la certificación del estado feliz.
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Un capitalismo endiosado, deseado y justificado acecha desde los templos del dios Mercado, desde sus balaustradas de oro y brillantes, a las miserias indígenas (que flotan a la deriva en pateras de otro mundo o sobreviven en chabolas de nunca jamás) a las que se les niega, no sólo el pan y la sal, sino la existencia. ¿Es ésta la era de la palabra vacía? ¿Significa algo decir 'te quiero' sin una joya de Tous, un perfume de Loewe o un bolso de Louis Vuitton? ¿Significa algo la amistad sin un bono para viajar al balneario más reconocido o una tarjeta regalo de El Corte Inglés? ¿Significa algo el amor paterno o materno sin la entrega del móvil de última generación o del más novedoso juguete electrónico?
Los regidores políticos de las ciudades se han inscrito en una competición absurda y desaforada propiciada por el capitalismo consistente en la iluminación desbordada y hemorrágica de las ciudades en los tiempos de la Navidad. El mayor número de luces, los árboles más altos, las composiciones lumínicas más extravagantes. ¿Se busca iluminar los espíritus o convertir las ciudades en gigantescos centros comerciales (templos del consumo) donde no tengan cabida ni la duda, ni la austeridad, ni la conversación sin regalos, ni la plácida noche a la luz de una vela?
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Nos acecha en la Navidad la cólera de Mercado. Nos dicen alborozados sus voceros que el virus del consumismo es la vacuna necesaria para la supervivencia del sistema. Se teme y se adora al dios Mercado y a él se le ofrecen cada día millones de sacrificios humanos, en él se corrompen cada día millones de nobles sentimientos humanos.
Son los tiempos tristes de la imbecilidad al cubo, comprar lo que no se necesita, con dinero que no se tiene para aparentar lo que no se es, pero eso sí, felizmente iluminados y rodeados del ser más grotesco, absurdo y servil que ha generado el capitalismo, un Papá Noel de grotesca barba postiza, indignamente multiplicado y con acciones en todos los grandes mercados.
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