¿Cuánto relato puede soportar una democracia?
En 1968, Guy Debord ya nos advirtió que la política había devenido en espectáculo, y de ahí hemos acabado en el relato, en la representación, en el eslogan y el estereotipo, en el juicio de intención, en la banalidad y el insulto
Qué es un hecho? Según la RAE es una 'cosa que sucede'. En el María Moliner se dice como 'acaecimiento'. En el diccionario Merriam-Webster ... se define como 'un fragmento de información presentado como si tuviera una realidad objetiva'. O sea, algo incontrovertible, como que el agua hidrata o que el mar tiene olas. La salud de toda democracia se basa en los hechos, ergo en la verdad. Cuanta más verdad haya, la democracia será de más calidad. El problema que tenemos ahora es que no hay consenso ni siquiera sobre si la Tierra es redonda. La edición de la fotografía y los vídeos, la IA, la desinformación, todo conspira contra la salud de la democracia. El objetivo de que la información sea lo más neutral e imparcial posible se ve cada vez más fragilizado. Incluso las empresas de verificación de datos se dejan llevar por la ideología y los sesgos, por los intereses. La democracia necesita información fiable para respirar. Esto implica equilibrio, integridad, contexto. A menudo, se trata de en quién depositas tu confianza, a quién prefieres creer: 'El País' o el 'ABC', 'Público' o 'El Confidencial'. Cuando llega a Madrid una amiga de California y quedamos para comer, siempre es fascinante ver los hechos que ella maneja (se declara 'demócrata', y sólo lee 'elDiario.es' y 'El País'), y los hechos que yo manejo, aun mezclando periódicos de derechas y de izquierdas. Son dos Españas diferentes, dos realidades antitéticas. Y esto, Moncloa, lo sabe.
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El gobierno de Sánchez ha elevado el 'relato' a niveles asfixiantes. TVE, CIS, periódicos y radios amigas, y ahora incluso el Instituto Cervantes, todo sincronizado en un bucle de desinformación y propaganda mezclado con cierta 'salvamización'. Todo se ha convertido en una herramienta no para el debate, sino para la construcción del relato. Ya sea el cambio climático, el aborto, Franco, el cambio de horario o la guerra de Gaza, todo se convierte en elementos para manipular la realidad, para deslegitimar al enemigo. No se utilizan los 'hechos', sino el mensaje emocional, la invención de una moral, 'el lado correcto de la Historia'. Este 'relato' busca posiciones maximalistas, no quiere argumentar, no admite discrepancias, sino que busca crear un adversario que no tenga razón en nada, y que sólo con abrir la boca ya fungirá como Lady Macbeth, con sus problemas para quitarse la mancha de sangre del rey Duncan («quién hubiera pensado que el viejo tuviese tanta sangre»). Es un clima que se crea, minuciosamente diseñado por gente como Diego Rubio, en Gabinete de la Presidencia, ardiente seguidor de Niccolò Machiavelli, y defensor de que la política es una competencia de visiones, no de verdades. O sea, que ya no hay hechos, no hay verdad, sólo existe la mentira eficaz, un fenómeno que va oxidando la estructura de la democracia.
Un gobierno que practica un 'socialismo extremo' suelta sus mentiras con desparpajo, con la seguridad de que sus embustes, por mucho que sus seguidores los conozcan, los preferirán a dar siquiera un vaso de agua a la derecha. Moncloa sabe que la polarización le confiere indulgencia plena («nos conviene que haya tensión», decía Zetapé). Es el relato, de consumo partidista, un marco mental populista que juega con que los partidarios aceptarán cualquier falacia que les convenga para mantener intacta la trinchera. Es como la 'falacia del escocés verdadero', que tanto le gusta a Luis García Montero: «Ningún escocés (póngase comunista) pone azúcar en la avena del desayuno/ Pero a mi tío Angus, que es escocés, le gusta hacerlo/ Ah, sí, pero ningún escocés 'verdadero' pone azúcar en su avena». Siguiendo esta lógica, se puede descartar cualquier prueba o ejemplo que invalide una afirmación que no convenga a la izquierda, redefiniendo arbitrariamente los términos. Y sirve para todo. Con esto no quiero decir que el PP y Vox, cuando tengan su gobierno, no se pongan a hacer lo mismo en un tiempo estimado.
Lo harán, no les quepa duda. Pero la prebenda de los ciudadanos es echar a esta gente cuando se transforme en algo demasiado peligroso para el sistema, como es ahora Sánchez y su corte de los milagros. Su gran trabajo, monosémico y tentaculado, ha sido la normalización del engaño y la mentira, y su transformación en razón pragmática. No importan los daños a la democracia, a su formalidad reglamentaria, a sus leyes escritas y no escritas, porque la democracia, queridos lectores, está sobrevalorada. Esta impostura continuada genera un clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral que, según Mario Vargas Llosa, es la definición de la dictadura. Pero cuando lo que se busca no son ciudadanos, sino miembros de una tribu basada en los instintos, es lo conveniente. En 1968, Guy Debord ya nos advirtió que la política había devenido en espectáculo, y de ahí hemos acabado en el relato, en la representación, en el eslogan y el estereotipo, en el juicio de intención, en la banalidad y el insulto, en la absoluta incapacidad para asumir las responsabilidades por los errores, abonados todos a las justificaciones abstractas y los balones fuera (y aquí dan igual pulseras que gotas frías, dan igual cribados de cáncer que apagones eléctricos o trenes que se paran: nadie dimite).
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Repito: la derecha lo hará igual cuando llegue al poder, sólo es cuestión de tiempo (cuando lleguemos a ese río, escribiré contra sus relatos). No obstante, ahora lo que toca es el peligro sanchista y su grado cero de la política. Un relato que desvía la atención, banaliza los debates, elude responsabilidades, simula otra realidad y, al cabo, todo puede ser cuestionado, destruyéndose la confianza en la verdad. Mi esperanza reside en que da igual la cantidad de ideología y propaganda que se maneje, al final existe un ineludible principio de realidad. Hay un punto donde el relato implosiona. Hasta llegar a ese momento, mi amiga californiana y yo hemos decidido tácitamente no hablar de política para así poder tener nuestras comidas en paz. Hética solución, pero es que nos vemos de Pascuas a Ramos.
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