Algunas veces sentimos un vacío interior que nos inquieta y nos perturba; pero en realidad está lleno de aire, luz y potencial, aunque no siempre ... tengamos ojos ni sensibilidad para percibirlo. Nuestra percepción limitada nos hace llamarlo vacío. Ese hueco aparente nos recuerda lo que necesitamos: afecto, propósito, conexión y autenticidad. No es un defecto; es un espacio vivo que nos invita a mirar hacia adentro.
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Este vacío suele originarse en la infancia, en los surcos dejados por necesidades de afecto, reconocimiento o seguridades no atendidas. Son cicatrices invisibles que colorean nuestra percepción y nos acompañan en la vida adulta, moldeando cómo sentimos y reaccionamos ante el mundo. La filosofía occidental ofrece marcos para comprenderlo. Sartre hablaba de la 'nada': enfrentarnos a nuestra libertad y asumir la responsabilidad de dar sentido a la vida. Nietzsche veía en él la oportunidad de construir nuestros propios valores cuando caen las certezas. Cioran, desde su mirada intensa y pesimista, contempló el abismo que surge del vacío, recordándonos la fragilidad y el absurdo de la existencia, pero también la posibilidad de transformación. La psicología aporta otra perspectiva. Lacan describe la falta como motor del deseo humano; Frankl habló del 'vacío existencial' y de la posibilidad de transformar la angustia en propósito; Rogers y Maslow señalan que atender este vacío nos permite reconectar con nuestro yo auténtico y florecer.
Desde Oriente, la visión es complementaria. En el budismo, el vacío no es ausencia sino apertura: un espacio fértil donde todo es posible. Buda enseñó que la vacuidad (śūnyatā) nos permite percibir la interconexión de todas las cosas y acercarnos a la iluminación. Contemplar el vacío es reconocer la plenitud que ya existe, liberándonos del apego y del miedo a la carencia. Podemos visualizarlo con la metáfora del jarrón:
• En Occidente, parece vacío y nos inquieta; sentimos que le falta algo y buscamos fuera lo que creemos que lo completará: logros, objetos, relaciones. Este impulso refleja nuestra percepción de carencia, aunque el jarrón ya contiene lo esencial.
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• En Oriente, nunca está realmente vacío: su forma, sus surcos y su interior conforman un todo. Lo que llamamos vacío está lleno de aire, luz y posibilidades; es plenitud en sí misma. Contemplarlo nos conecta con la totalidad y nos invita a fluir con la vida, libres del apego y del miedo a la carencia.
Vacío, soledad y búsqueda son tres estados de un mismo viaje. El vacío revela lo que creemos que nos falta; la soledad nos ofrece el silencio para escucharlo; la búsqueda nos impulsa a transformarlo. El dolor que a veces sentimos es una llamada de atención al cambio, a la transformación genuina. Escuchar el vacío, acoger la soledad y responder con intención son semillas de renovación. Cada gesto consciente, cada acto significativo y cada conexión auténtica suavizan la sensación de falta y nos recuerdan que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la vida, la esperanza y la transformación. En última instancia, el vacío no es un enemigo, sino un maestro silencioso que nos invita a mirar dentro, a reconocer nuestras cicatrices, a valorar lo que ya está presente y a desplegar plenamente nuestro potencial humano.
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