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Habrán oído estos días que la Policía busca a un pedófilo en Oviedo. Al parecer, este indeseable se habría exhibido desnudo en las cercanías de ... un colegio y se masturbaba en vídeos que pretendía compartir con niñas en torno a los 11 años.
Hay peligros que no vemos. Hace poco aún tuve conocimiento profesional de un asunto similar, en que una niña de 12 años hablaba con quien creía ser un crío de su edad y resultó ser un adulto de 38 años que pedía fotos desnuda a una menor, y hasta que sus padres lograron saberlo pasaron 6 meses.
Recojo la frase de una psicóloga que en su día me impactó: las redes sociales son como el mar. Nuestros hijos se meten y creen que nunca cubre y que no hay mareas vivas ni olas. Todo es placer y regocijo. Y no nos quieren al lado para custodiarles y nosotros se lo permitimos en su autonomía como personas. Y la marea sube, y hay que vigilarla, porque no puede ser que nos demos cuenta tarde.
Y nuestra capacidad para controlar esa marea es escasa en ocasiones. Si a un hijo le coges el móvil, tienes disgusto para muchos días, como si quieres cogerle de la mano cuando entra a ese mar que parece calmo. Pero no hay otra opción. Porque si no, estamos al lado cuando suba la marea, o cuando el pedófilo los ataque, carecen de la capacidad que tiene un adulto para responder, de los medios de los que nos dota el sistema para protegerles, de la madurez que aún no les ha llegado para saber decir que no.
El panorama es realmente terrorífico. Acaso los «locos presenciales» como el del colegio de Oviedo sean menos, pero en las redes son legión. Y están a la caza. Y son enfermos y delincuentes. Y los padres y familiares, y los amigos más adultos, somos el dique de contención inmediato. Acaso el único, ante la lentitud del sistema en ocasiones.
Por eso, hay que convencer a nuestros hijos que esos móviles son puertas abiertas a un lugar desconocido, donde los que están no son de su bando, sino del enemigo, y del enemigo más atroz que imaginan. Y que cuando un padre, en eso que podríamos llamar «inspección rutinaria», pide un móvil a un menor, no lo hace para vigilarle, lo hace para protegerle.
Y, sinceramente, prefiero los «morros» de mis hijas una semana que la simple expectativa de que un loco las asedie. Y animo a quien tenga cualquier conocimiento de un hecho que, por muy tangencial que parezca, pueda afectar a un o una menor, lo comunique a las autoridades. Más vale equivocarse cien veces que llegar una tarde cuando haya subido la marea.
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