Lo más valioso que poseo, junto con el tiempo, es la soledad. Considero un privilegio cerrar la puerta con pestillo y abrazar durante días el ... bullicio burbujeante de mi cabeza sin nadie que venga a verme y sin necesidad de ir a ninguna parte. Mi soledad es un lugar apacible y reconfortante donde espoleo a mis voces interiores para conectarme con esa sensación brutal que me embarga cuando nadie me mira. Pensar raro y fortalecer la voz que duda o se contradice es un lujo innegociable para mí.
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Sin embargo, la soledad no deseada es un asunto bien distinto. El silencio adopta una cualidad física palpable y aterradora similar al zumbido de un insecto fiero o al murmullo continuo de una nevera vieja detrás de la oreja. La cisterna del vecino de arriba, las llaves de la puerta contigua o la tele del tercero terminan convirtiéndose en el único compañero de viaje y te recuerdan que llevas meses atrapado en el pantano más oscuro con un nudo en la garganta que ni sube ni baja y que el móvil solo vibra para venderte algo o estafarte.
Atravesamos una época complicada. Las plagas silenciosas se esparcen por el mundo como las moscas sobre un cadáver, aunque se vean opacadas por las cacerías humanas de Sarajevo a manos de millonarios y otras aberraciones. En esta vida todo tiene un precio. Y siempre habrá alguien dispuesto a pagarlo, por muy alto que sea, si con ello consigue un buen chute de adrenalina, sentirse dios por un instante o levantar mansiones y campos de golf tras exterminar a un pueblo entero.
La soledad indeseada no surge por generación espontánea ni por mala suerte individual, igual que las cacerías de Sarajevo no ocurrían por un simple exceso de ocio.
Detrás siempre hay una maquinaria demoledora diseñada para hacer de nosotros cosas pequeñas y asustadas. Si el hambre no se resuelve con las sobras de un banquete, la epidemia de personas que cenan solas y se sienten solas frente a un táper no se resolverá con campañas ni con voluntariado de fin de semana, aunque todo ayuda.
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Yo diría que el problema radica en cómo nos relacionamos con el tiempo o, mejor dicho, en cómo nos obligan a relacionarnos con el tiempo. Nos masacran con mensajes sobre la importancia de rellenar agendas y tachar tareas. Presumimos de no tener un minuto libre. Alquilamos nuestro tiempo en trabajos basura, desplazamientos absurdos que nadie cuestiona o en los algoritmos satánicos de las redes sociales, como si el silencio fuera una maldición apache. Educamos ciudadanos para los que el tiempo es solo otra divisa que cambia de manos sin dejar rastro. Hasta que llega la hora de palmar, claro, y se nos queda cara de tontos.
Este modelo fabrica soledades en serie y familias que solo coinciden en la misma habitación para pelear por el mando. Llegamos a casa con el alma hecha trizas y apenas un resto de energía para calentar algo de cena y desplomarnos frente a una pantalla. Los jefes hablan de disponibilidad, las plataformas de experiencia de usuario y los bancos de planificación del futuro, pero todos comparten la misma premisa: el tiempo no es una magnitud física, querido, es un negocio.
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