Amaneció un día templado, algo así como para interpretar en él una sonata de otoño al estilo de las de Valle Inclán. Quiero decir –y ... sólo en este caso– para ir de excursión al Desfiladero de las Xanas situado entre los concejos de Quirós, Santo Adriano y Proaza con los chicos/chicas residentes en el centro que el Proyecto Hombre tiene en el barrio de la Piedra de Candás. Pertrechados, pues, de buen calzado, mochila, tabaco, bocadillos y un estupendo humor pusimos, como se suele decir, rumbo al Cairo en un autocar que, mi amigo Choli, por su dimensiones y comodidad, llamaría un 'Mundial'. Unos días antes, creyendo que sería para mí un paseo triunfal, le dije a Bea, responsable del centro, cuando me propuso la excursión, que iría encantando acompañando a los chicos.
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Maravillosa experiencia, pensé, para poner a prueba la resistencia física que uno todavía cree tener. ¿Qué otro paraíso terrenal puede haber mejor para recorrer esa ruta como si fuera un guayabo más y sentirse joven acompañado de aquel grupo de centauros –no del desierto, como los de la película de John Ford– sino de montaña y desfiladero? Con botas de señorito, regalo de mi hijo Jordán, sin bastón ni palo en que apoyarme, emprendí el camino, no de la vida –como dice Dante en su 'Divina Comedia'– sino el de mi muerte, porque enseguida empecé a sentir el vértigo y el mareo de aquella altura insondable tal como si caminara a tientas por la cornisa de un rascacielos de Manhattan.
Entonces Rafa (uno de los muchachos, que había querido ser aviador), dándose cuenta de que necesitaba una mano donde cogerme, me ofreció la suya, y también la vara de avellano que él llevaba en la otra. No fue suficiente, porque el miedo y la zozobra me fueron extenuando las piernas y esfondando el cuerpo y el corazón. Por eso Maxi, montañero donde los haya, sacando pecho, soportando mi peso, organizó la bajada. Y fueron los brazos y el cariño de Rafa, Maxi, Alejandro, Juan Carlos y Hector, entre otros, y la mirada de Bea atenta a la operación, los que sostuvieron mi vida hasta dejarme, sano y salvo, en el campín, donde los demás chicos y chicas nos recibieron, entre aplausos, vivas y abrazos.
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