Cuando agosto ya es un domingo por la tarde
Sin demasiada melancolía, que llegue septiembre. Y que nos agarremos, aunque ya seamos una duda permanente, al espejismode que una vez más, todo empieza de nuevo
Es sabido que en cuanto pasa Begoña, y más aún, cuando la Feria de Muestras echa el cierre, a todos los gijoneses nos invade la ... irremediable sensación de que el verano se ha terminado.
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Al menos eso era antes. Cuando las estaciones no ignoraban cuáles eran las fechas a las que habían de ajustarse y no se saltaban los límites que marcaba el calendario. Ahora el calor, o las lluvias, o el frío, que siempre fueron circunstancia, se convierten en los únicos protagonistas y nos colocan en un estado de permanente desconcierto mientras elaboramos teorías, pronosticamos apocalipsis, tejemos nostalgias de otros tiempos que creímos más ordenados en eso del clima y su efecto en nuestras vidas, y al final sucumbimos a la evidencia.
Dicen por ahí que, si junio equivale a un viernes, julio a un sábado y agosto a un domingo, la segunda quincena de este mes es un domingo por la tarde. Y cuando estamos ya en el borde mismo de amanecer septiembre, ya no hay huida posible. Porque esta sensación de final se escapa a la contundencia de las temperaturas, a que la playa siga llena de bañistas, a que las calles continúen habitadas por esa marea de visitantes que llenan el aire de acentos y de idiomas que un día fueron excepción y hoy es imposible caminar sin escucharlos.
Este domingo por la tarde que son los últimos días de agosto se impone con su agonía de tiempo definitivamente ido, con la irrupción de imágenes que fueron ayer mismo y son ya los cromos de un verano, uno más, que se nos fue sin apenas conciencia de su paso. Y para colmo, y pese a mis pronósticos de hace unas cuantas semanas (qué poco futuro como profeta) sin una maldita canción de verano que echarnos al recuerdo y alimentar las melancolías de la memoria cuando lleguen los días de lluvia en los charcos y nubes pesadas sobre nuestra voluntad.
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Suerte que tras este domingo por la tarde con que asociamos estos últimos días de un verano que perece sin remedio, no llega un lunes, sino septiembre, con su equipaje de engañoso comienzo de año, con su lista de propósitos salpicados de una voluntad que también se descubrirá tan frágil como siempre, y ese aroma a infancia que habita en las páginas de los libros nuevos, de las gomas de borrar y de la tela aprestada de los babys recién comprados.
Aferrarnos a esa idea de principio que por mucho que se repita siempre confiamos en que es el definitivo, es lo único que puede ponerle freno al recuento de desastres que hemos ido acumulando, a la mirada desafiante de la báscula que nos aguarda para escupirnos su desprecio por los kilos pillados y los helados que ya no parecen tan buena idea, al estado paupérrimo de nuestra cuenta, a las decepciones que se han sumado, al cansancio que (qué mal pensado está todo cuando son necesarias vacaciones para descansar de las vacaciones) traemos con nosotros, a los amores que descarrilaron incluso antes de los adioses, a la constatación de que o hay demasiada gente en el mundo, o todos los maleducados se han concentrado en torno a nosotros, por no hablar de las pérdidas, los desastres y el dolor inesperado, que también hubo. Así que, sin demasiada melancolía, que llegue septiembre. Y que nos agarremos, aunque ya seamos una duda permanente, al espejismo de que una vez más, todo empieza de nuevo.
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