La asignatura de las pérdidas
Por el camino la aprendemos hasta convertirla en costumbre. Orfandad de referencias, de personas, de los espacios, que terminan por dejarnos desarbolados, instalados en una tierra de nadie
Ir cumpliendo años es abocarse a la orfandad. Y no ya a la estricta y literal (que también) sino a esa otra más general: la ... de las referencias, las personas, los espacios, que terminan por dejarnos desarbolados, instalados en una tierra de nadie como si no termináramos de irnos porque tampoco hay sitio alguno a donde llegar.
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Por el camino aprendemos la asignatura de las pérdidas hasta convertirlas en costumbre. Con un método implacable van desapareciendo de nuestra vida las personas que constituían el paisaje afectivo: aquella tribu de familiares, vecinos, profesores, conocidos, que uno a uno van dejando huecos donde antes hubo risas y palabras y refugio y ahora apenas queda una sombra, el recuerdo vago de un nombre o de una anécdota, condenadas sus vidas que fueron años y días y biografía densa a apenas unas frases en las conversaciones en las que se conjura la nostalgia a golpe de 'teacuerdasde' y 'teacuerdascuando'.
Perdemos lo que fuimos, la piel insultante de la adolescencia, cuando creíamos que éramos feos, incapaces de ver el esplendor en el espejo de tanto estúpido complejo. Perdemos la elasticidad de los músculos y el pelo, y algunas piezas dentales. Y un día hasta descubrimos que perdemos memoria y nos sorprendemos de madrugada pensando en llamar a algún amigo de la infancia que nos libre de la desazón de no recordar el nombre de aquella vecina del tercero que era peluquera.
Perdemos la fe, las certezas. Perdemos las gafas cada cinco minutos, derechos, entornos laborales, los profesionales que nos atendieron tanto tiempo, y nos sentimos descorazonados porque los sabores también han huido: nada sabe cómo sabía cuando los tomates eran de verdad, y hasta los perfumes a los que hemos sido fieles durante décadas comienzan de pronto en virtud de quién sabe qué expertos, a modificar los componentes, a convertirnos en extranjeros en lo que fue atmósfera entrañable y conocida. Perdemos la cap acidad para entender determinadas corrientes culturales, y descubrimos una lentitud inusitada para hacernos con conocimientos tecnológicos.
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Ir cumpliendo años trae consigo perder algunos amigos, esos a los que les da por despedirse antes de tiempo, por borrarse de los días como si te traicionaran, y te dejan con el corazón roto y la cara de quien de pronto cae en la cuenta de que todo era cierto, que esto se termina en algún momento.
También perdemos los espacios: algunos de manera expeditiva, porque la casa de la infancia desapareció con la bola de demolición y es imposible reconocer nada de aquel tiempo en ese edificio de diseño moderno; también los descampados y los praos que se convirtieron en urbanizaciones. Pensamos que últimamente se nos están quedando las calles heridas por las ausencias de aquellos lugares que fueron nuestros, los escenarios de tantos días, de tantas historias diminutas, pero tal vez somos nosotros, y ocurre que es ahora cuando nos toca ir despidiéndonos del mundo que conocíamos, del café Gregorio, de la queridísima pizzería Las Candelas, de pequeñas tiendas que cambiaron sus escaparates por los carteles del traspaso, como perdimos las salas de cine, los kioscos que fueron cerrando, las cabinas telefónicas desaparecidas, todo lo que eran nuestras particulares señales en el mapa de lo emocional, nuestros anclajes afectivos.
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También hemos perdido, por mucha vida que hayamos puesto en él, un verano más. Feliz septiembre a todos.
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