Cuenta atrás para el apocalipsis
Nos diluimos en una lista interminable de recomendaciones cada vez más numerosas y cada vez más extravagantes destinadas a mantenernos sanos, felices, ajenos a cualquier mal
Vivir se ha hecho, aunque en realidad siempre lo fue, un ejercicio peligroso, un deporte de esos en los que te juegas la vida, y ... en este caso con una literalidad que se acerca bastante al significado específico de la propia palabra. La lista de riesgos a los que uno se enfrenta desde el instante mismo en que abre los ojos cada mañana sería suficientemente disuasoria para no salir de la cama, y aun así no estaríamos a salvo de esa permanente amenaza. Nos salva la candidez, la ligereza con la que nos asomamos a los días, sin conciencia alguna de la cuerda floja que es transitar la vida. Y así nos perdemos en minucias, en conflictos de juguete, en preocupaciones pueriles que se nos hacen un mundo y son solo diminutas gotas de una lluvia que ni siquiera sabe mojar. Nos lamentamos con pataletas risibles por eso que llamamos problemas y no son más que contrariedades (y despreciables en muchísimos casos). Nos diluimos en una lista interminable de recomendaciones cada vez más numerosas y cada vez más extravagantes destinadas a mantenernos sanos, felices, ajenos a cualquier mal. Como si fuera posible detener el tiempo que nos aboca al final. Perdidos en las tontas preocupaciones de a diario, en la tragedia que nos supone un arañazo en la flamante carrocería del coche, o diez minutos de whatsapp caído, las convertimos en algo equivalente a esas otras preocupaciones de verdad: las de quienes no pueden acceder a la vivienda, la pobreza que como una de aquellas arenas movedizas de las pelis de los sábados por la tarde envuelven sin remedio a quien cae en ellas, el trabajo esclavo y la ausencia de él, la enfermedad y sus miserias. Eso que es, en realidad, la vida en precario.
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Si no me fallan los datos, los primeros homínidos llevan sobre la tierra unos cuatro millones de años. Los que ya venían dotados de unas características más próximas a lo que ahora somos, unos trescientos mil. Y resulta que es ahora en este escaso último siglo cuando hemos alcanzado el nivel máximo en nuestra capacidad para cargarnos sin remedio el escenario de nuestra existencia como especie. En este tiempo hemos sido capaces de crear entre otras muchas, tres grandísimas amenazas que no está muy claro que seamos capaces de solventar: nos hemos entretenido, sin tener en cuenta las consecuencias, la energía nuclear, le hemos dado rienda suelta a nuestra capacidad para ensuciar todo lo que tocamos y nos estamos terminando de cargar sin remedio el planeta con el cambio climático, y por si aún no estuviéramos seguros del poder destructivo de nuestra conducta de niños irresponsables, maleducados y caprichosos, nos hemos puesto a jugar con más candor que responsabilidad con la inteligencia artificial. Y mientras nos reímos con sus ocurrencias, con lo divertido que resulta ver, a golpe de clic, a Trump haciendo el ridículo bailando (como si hiciera falta crearlo con inteligencia artificial) o a Pedro Sánchez y Feijóo abrazándose con jerseys navideños, ignoramos, con esa torpeza que solo genera abismos, las repercusiones que nuestra necedad está escribiendo en esa agenda de inexorable cumplimiento que conduce sin remedio al fin. A la apocalíptica destrucción que no será filmada por las cámaras de Hollywood tan expertas en películas de catástrofes, y en la que no habrá ninguna voz que grite ¡Corten! al final de una toma sin final.
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