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Imágenes de otros

Tenemos vidas que no nos pertenecen porque ni siquiera sabemos que existimos en la memoria de quien nos amó en silencio sin jamás atreverse a dar el paso

Sábado, 19 de julio 2025, 02:00

Guardamos con devoción recuerdos con la inútil ilusión de ser capaces de atrapar el tiempo que, sin embargo, sabemos condenado a la fuga. Nos envolvemos ... en ese afán, creyendo que la memoria es garantía de una pervivencia que justifique nuestro paso por la vida y acumulamos fotografías y palabras, como si todo ello construyera una biografía inamovible y pulcra, como si estuviéramos documentando para quién sabe qué posteridad. A ello ayuda, claro, lo maleable que es cualquier tiempo pasado; la capacidad para seleccionar, edulcorar y transformar cualquier imagen confirma lo que siempre hemos sospechado: todo tiempo pasado es mentira o, al menos, no es del todo verdad, pero para esa construcción de nosotros mismos, esa historia personal resulta de lo más conveniente.

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Lo que ocurre es que nuestra biografía no es solo nuestra. Vivimos en la memoria de tanta gente que nuestras vidas están muy lejos de ser la que nosotros nos vamos formando. No somos quienes creemos ser, o al menos no somos solo quienes creemos ser. Cada persona que nos ha conocido construye en su propia memoria la imagen que le hemos dejado, a veces de forma fugaz, otras con vocación de permanencia. Somos quienes creemos ser, pero para alguien somos la niña que un día lloraba en el autobús, aunque ni remotamente nosotros podamos recordarlo, o el chaval que un día tomó la palabra en una asamblea y sedujo con su pelo rizado y sus ojos como pozos oscuros, o esa figura un poco borrosa que aparece entre la gente en una foto hecha en vacaciones y que durante años permanece en un álbum de desconocidos ajenos y lejanos. Tenemos vidas que no nos pertenecen porque ni siquiera sabemos que existimos en la memoria de quien nos amó en silencio sin jamás atreverse a dar el paso, o quien envidió de niños nuestro estuche de lápices y se alegró secretamente cuando un día nos caímos del columpio, o quien cada mañana se sentaba frente a nosotros en el tren camino del trabajo y nos miraba de reojo. Estamos presentes en fotos de grupo de celebraciones, con nuestras compañeras de banco en la primera comunión en aquella foto en que salimos, ya ves tú, con los ojos cerrados, en excursiones felices, en cumpleaños olvidados. Vivimos en las películas de súper 8 que algún padre grabó alguna vez en una representación escolar y alguien, al rescatarlo en días extraños de nostalgia feroz, tal vez recuerde nuestro nombre y le añada una anécdota a lo mejor también particularmente vergonzante, tan lejana de nuestra propia y selectiva memoria.

Esa autobiografía que nos empeñamos en escribir en ese aire que está definitivamente amenazado por el olvido, no solo es inexacta, también es inútil, y solo nos sirve como la fantasía que únicamente enmascara el temor. Disparamos contra la amnesia con poca puntería y con balas que en realidad son solo de fogueo, porque nada nos pertenece, ni siquiera nuestra historia.

No somos conscientes, pero nuestra existencia, los días perdidos en los agujeros de nuestra capacidad de recordar, están extrañamente enlazados a otras vidas, las de los desconocidos. En sus manos, en esas fotografías que nunca hemos visto, habita una parte de nosotros, quién sabe si la pieza del puzle que nos falta para completar nuestra propia historia, para reconocernos en esos que también fuimos, a lo mejor dueños de la felicidad que perdimos por el camino, el pedacito de tiempo que nos falta para evitar el naufragio sin remedio de la desmemoria.

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