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La maldad impune y la exhibición de la ignorancia

Ahora ya da igual. Ser malo mientras se dirige un imperio o se acude a un 'reality' infame o a los estercoleros de las redes te convierte en el rey del espectáculo

Sábado, 13 de septiembre 2025, 02:00

No hay más que echar un vistazo a la historia para comprobar que siempre ha habido maldad y siempre ha habido ignorancia. Y que gracias ... a la última y su capacidad para generar tanto víctimas como cómplices necesarios, se sostiene la primera. La historia se ha escrito siempre con la tinta de quienes, despreciando a sus semejantes, buscaban su interés personal, y en ese objetivo no importaban los cadáveres (metafóricos, pero desgraciadamente también reales) que quedaran en el camino. Por no hablar de quienes encontraban en el simple ejercicio de la maldad un placer que los expertos en alma sin duda explicarán. Y, aun así, si algo ha caracterizado durante siglos a la maldad ejercida era el secreto con que estaba zurcida. Para ser malos era necesario, sobre todo, actuar con sigilo, en las sombras, maquinar sin que los planes quedaran de manifiesto y sin que el mal provocado fuera atribuible a quien lo ejercía.

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Algo parecido pasaba con la ignorancia. Quien se sabía ignorante solía conservar un pudor, como si no conocer, que casi siempre era el resultado de no haber podido acceder a una educación, fuera una mancha que convenía ocultar, porque era motivo de vergüenza.

Lo que pasa es que vivimos tiempos extraños y tanto la maldad como la ignorancia disfrutan de un reconocimiento que a muchos nos abochorna. Ser malo, desde los dirigentes mundiales, que digo yo que se habrán fijado ustedes y no voy a dar nombres, hasta el último de los personajes anónimos, goza de un extraño prestigio que ni siquiera necesita explicación o coartada: se acabó disfrazarlo de instrumento para alcanzar determinados (y loables) fines aunque no fueran ciertos. No, ahora ya da igual. Ser malo mientras se dirige un imperio o se acude a un 'reality' infame o a los estercoleros de las redes te convierte en el rey del espectáculo. Porque vivir se ha convertido (más aún, en realidad siempre lo fue, pero vivíamos con la duda que nos regalaba el disimulo) en una enorme farsa y quienes se llevan los aplausos no son los buenos, no. Ser malvado te convierte en alguien a quien se respeta y se valora. Así de loco es todo.

Para completar la ecuación y que el desastre sea perfecto, vivimos tiempos en que la ignorancia ha abandonado el territorio de la pudorosa vergüenza y se exhibe en todo el esplendor que proporciona también la exposición pública. A nadie le importa mostrar que ignora cuestiones elementales, alardear de que no lee (y de paso sentenciar que eso de leer está sobrevalorado). Los malos se frotan las manos con tantos imbéciles orgullosos de serlo, y estos contribuyen con esa estulticia que proporciona no saber, no conocer, a encumbrar a quienes se han convertido tirando de falta de escrúpulos, de egos abultados, de maldad sin más, en los amos del espectáculo este que es la vida que nos ha tocado.

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Y no, no quiero ser derrotista y hundirme en la ciénaga del pesimismo: en realidad, aunque son muchos aún podríamos derrotarlos. Lo que ocurre es que nos quedamos inermes, que tendríamos que sobreponernos al estupor que nos deja tener que enfrentarnos cada día a tanta mala entraña bombardeando sin compasión, a tanta estupidez de selfie que retrata rostros perfectos después del filtro pero que no puede, de momento, radiografiar cerebros vacíos.

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