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Romantizar la pobreza

Cada prueba inequívoca de nuestra precariedad encuentra una explicación en un ideario sin duda diseñado por alguien cuya intencionalidad última no admite demasiadas dudas

Sábado, 7 de junio 2025, 02:00

Sea por excentricidad, que ya se sabe que lo de ser ricos es muy ocioso y hay que estar pensando siempre en cosas nuevas, o ... por, de nuevo, meternos un gol por la escuadra, parece que eso de ser pobre se está poniendo de moda.

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La complicidad de las redes sociales es imprescindible para que el asunto funcione. Llegó un momento en que se produjo la gran revelación que ya se venía apuntando desde que alguien descubrió que aquel 'menos es más' de Van der Rohe podía aplicarse a cualquier cosa y además quedaba muy bien. Llevar los vaqueros rotos, lejos de ser la carta de presentación de un menesteroso, era chic y además te costaba trescientos euros. Recuperar los sabores de pueblo, una señal de autenticidad, aunque la reinvención de unas humildes sopas de ajo con firma te saliera por un ojo de la cara. Vivir en un espacio sin apenas muebles te proporcionaba una paz de espíritu que no se inmutaba aunque pagaras un alquiler de un par de miles de euros por ese loft. La acumulación se convirtió en símbolo del caos general, y nada de libros y libros: con treinta, suficientes, (Marie Kondo, dixit); eso sí, tres o cuatro de ellos, los de la propia ideóloga del asunto.

Lo peor no era eso, lo peor vino después, porque esa búsqueda de la paz espiritual que se sustanciaba en el elogio permanente de la sencillez, consiguió ir calando en la idea general de que no es necesario tener tanto para ser feliz, ese viejo lenitivo, tan útil para calmar los ánimos disparados y justificar las desigualdades. Que seamos pobres, pero felices. Porque cuando compramos en tiendas de ropa de segunda mano no estamos poniendo de manifiesto nuestra imposibilidad de ir de compras por ninguna milla de oro (ni siquiera de bronce): estamos reciclando, colaborando en el cuidado del planeta. Lo mismo cuando nos apuntamos a las ofertas de última hora en los supermercados: no es que aprovechemos para llevar las cosas por menos precio, es que estamos evitando el desperdicio de alimentos, 'salvándolos', dice la app correspondiente. Que compartamos piso con cuatro o cinco personas más cuando podríamos estar tan ricamente viviendo solos, no es porque el alquiler nos asfixie: es que compartir está bien, y el modelo Friends mola, y si no, lo llamamos coliving y es otra cosa. Los viajes low cost y el turismo de perfil bajísimo no es la prueba de nuestra desdicha económica: es aprovechar las infinitas ventajas de viajar a la aventura. Los salarios miserables y las condiciones de cualquier contrato están pensados para poner a prueba (y a la fuerza incrementar) nuestra resiliencia, tan necesaria. El entretenimiento zafio, las canciones espantosas y la ausencia total de pensamiento crítico en todo ello está destinado a evitarnos el dolor de cabeza que da que te hagan pensar demasiado.

Cada prueba inequívoca de nuestra precariedad encuentra una explicación en un ideario sin duda diseñado por alguien cuya intencionalidad última no admite demasiadas dudas: seamos felices siendo pobres, con menos preocupaciones, con más sencillez, con la conciencia tranquila porque cuidamos del planeta, con la satisfacción de esforzarnos para tener la mejor versión profesional de nosotros mismos, nosotros, los pobres, que podemos comer genuinas sopas de ajo, tan auténticas y llevar los vaqueros rotos sin tener que fingir una penuria que nos han sabido pintar con colorines tan románticos.

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