Si es cierto, como decía Pedro Salinas, que «vivir desde el principio es separarse», no es menos evidente que envejecer es una larga y continua ... despedida.
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No sé si les pasará a ustedes, pero yo tengo la sensación de que no pasa semana, qué digo semana, no hay día en que no sea imprescindible enarbolar el pañuelo del adiós. En las estaciones pretéritas, al menos, existía la esperanza de que las despedidas, tan cinematográficas, escondían una promesa de reencuentro. Los adioses de ahora que vamos cumpliendo años empiezan a ser desesperanzados y definitivos.
Nos despedimos a diario de aquellas cosas que nos acompañaron y que parecían eternas porque, vamos a ver, la elasticidad de la piel, el color del pelo, los cambios en la distribución de redondeces por el cuerpo o la evidencia de ajamonarse o amojamarse, todo eso, ya lo veníamos sospechando, pero ¿y el brillo de los ojos? ¿También hay que despedirse de aquello que hacía que en la mirada siguiéramos siendo los que éramos? Hay que despedirse de la agilidad, del equilibrio que nos hacía saltar cuando bajábamos por las escaleras. Y de la memoria que siempre nos colocaba en la boca el nombre que buscábamos o la palabra precisa. Hay que despedirse de aquellos resultados brillantísimos en nuestros análisis de sangre, y por tanto, como consecuencia decir adiós a todo aquello que comíamos sin miedo y sin culpa.
Nada de todo eso volverá. Nuestro pelo no volverá a tener el color de siempre, nuestra agilidad (aunque mejore a fuerza de machacarnos) no será igual y las caídas se convertirán en amenaza permanente, nuestra rapidez mental, nuestra vista, todo lo que fuimos…
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Tenemos que despedirnos inevitablemente también de los lugares, de aquellos espacios que fueron escenario, las casas que habitamos, los paisajes quemados, los locales en los que fuimos tejiendo nuestra vida entre cafés, libros, sueños o cine. Y encima perderemos también la memoria que los mantenía con una vida con consistencia de sueño en nuestro recuerdo.
Y aun así, todo, todo lo daríamos por bien empleado si esto de cumplir años no trajera consigo también otras despedidas, las que de verdad duelen, las que te dejan atravesado por un rayo invisible, porque se van aquellos que te sostenían, los que compartieron pedazos de una existencia fragmentaria o permanente, aquellos que fueron enhebrando su vida a la tuya, de forma que el adiós te arranca ese tiempo compartido, como si se lo llevaran con ellos. Despedimos amigos, familiares y vemos cómo desaparecen de forma absurda, repentina e inexplicable aquellos que, sin ser próximos, constituían el paisaje de cada día. Perdemos, a veces asomados a la costumbre, los mitos: unas veces porque se van, otras porque se nos caen, incluso cuando creíamos que ya nada nos podía decepcionar.
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Podríamos acostumbrarnos. Lo que cuesta más, lo que nos deja tiritando son las despedidas de aquellos que se nos van cuando aún no era el tiempo. A veces, cuando su existencia era solo un proyecto que nunca llegará a verse realizado. Cuando se desoye la frase que solo a medida que pasan los años vamos entendiendo del todo, eso de que la felicidad consiste en que la gente se vaya muriendo por orden, cuando le toca. Todo lo demás convierte los adioses inevitables en una puñalada tan cruel como injusta.
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