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Las cosas están para que se rompan

Los objetos no nacen destinados a ser rotos. Es lo perecedero de los seres vivos –pensemos también en nuestros animales más queridos– lo que es barro. O si queremos ser finos, loza

Viernes, 17 de octubre 2025, 20:47

Esta expresión, que ni a refrán llega, es un dicho normalmente exculpatorio o atenuante de un destrozo, normalmente pequeño, que ha afectado a nuestra propiedad ... o a cosas queridas. Y, realmente, ¿todo está hecho para romperse? Evidentemente no, aunque el feroz e insolidario capitalismo de algunas industrias –léase desde electrodomésticos o cachivaches electrónicos a productos alimenticios de rápida caducidad–, parecen empujarnos a eso. A entender que todo pasa y nada queda. Pero consumismo al margen, es cierto que, en el lenguaje coloquial y hasta familiar, se suele quitar yerro a un roto o un descosido con sentencias casi deterministas de que los útiles se hicieron para ser efímeros y que su ruptura o desaparición precoz es su ley de vida.

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Naturalmente, en una sociedad donde el precio es unidad de medida social, depende de lo que cueste lo roto y de quién lo haya destrozado. Cuando un asalariado estropea una herramienta barata o a una empleada de hogar le cae un plato sin valor, el paternalismo generoso de los empleadores suele tirar de palabras tranquilizadoras eximentes de toda culpa. Nada digo si lo fracturado fue cosa de un renacuajo, normalmente nieto, que usaba la salita de casa de los abuelos como si fuera el Bernabéu. Ahí no es que la trastada sea perdonable; es que hasta a algunas y algunos les puede hacer gracia, con una sonrisa beatífica, propia de quien, con la descendencia menuda, ha perdido todo atisbo de indignación.

Peo claro, cuando lo que se destroza es un aparato electrónico de alta gama o una porcelana exclusiva, las cosas parece que debieran ser eternas y que su pérdida solo se debe a que lo hizo un manazas o un irresponsable, de manera difícil de absolver. Y es normal, porque no es lo mismo averiar un triciclo por impericia que destrozar un Ferrari tras una melopea. Pero, realmente, el fundamento de todo esto es otro y vinculado a los humanos como inventores, creadores o fabricantes. No somos inmortales ni, aunque se nos cosifique tras un embalsamamiento. Por tanto, si no son eternas nuestra vida y nuestras obras, es normal que las cosas que concebimos o materializamos también perezcan. Y añado más: aunque nada sea perpetuo nuestras materializaciones en vida suelen sobrevivirnos. Un programa o una máquina rudimentaria quedarán siempre superados en poco tiempo –caso de muchas de las llamadas nuevas tecnologías, que enseguida peinan canas– y de ser poco relevantes no se convertirán ni en pieza de museo. Pero casos hay, como la rueda o tantas leyes físicas o matemáticas que nunca serán desdeñadas. Sólo el avance de la Ciencia puede romper teoremas que equiparamos a dogmas de fe, aunque nazcan de la razón y la experiencia.

En cuanto a la subsistencia de objetos domésticos o útiles de todo tipo miles de años después de muerto su creador, es una obviedad que, de ser cierto que todo se rompe, dejaría en el paro a cientos de arqueólogos.

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Y, en un plano más interior, tampoco los sentimientos nacen con la ruptura en su ADN. Hay amistades eternas, que sólo la muerte extingue, aunque el recuerdo permanezca siempre en los supérstites. Y lo mismo ocurre con los vínculos más íntimos. Las circunstancias y los comportamientos, normalmente poco edificantes, pueden extinguir o helar lo que fue fuego. Pero somos los humanos quienes hacemos pedazos lo que fue sólido. Las cosas no nacen destinadas a ser rotas, como tampoco ocurre con el florero de casa de los abuelos o con el pequeño electrodoméstico al que un mal uso ha quemado la resistencia.

Creo, en resumen, que la frase que da título a este comentario está mal construida. Las cosas, materiales o no, son variables, contingentes y frágiles. Pero no se hacen para que, alegremente, un día se rompan. Todos querríamos que lo más preciado que hemos tenido nunca se hubiera perdido o hecho polvo. Pero es la vida, donde cada vez más y con los años, tantas personas y situaciones nos han dejado un hueco irreparable en el corazón. Es lo perecedero de los seres vivos –pensemos también en nuestros animales más queridos– lo que es barro. O si queremos ser finos, loza.

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En fin, que la frase es una mentira piadosa, bien para consolar o absolver a quien algo –menor– nos ha hecho papilla, bien para presumir de lo generosos y poco apegados a lo material que somos. Pero, sin caer en el síndrome de Diógenes, ojalá no se rompiera nada de cuanto nos rodea o ha formado parte de nosotros.

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