Este pasado domingo, los medios de comunicación de medio mundo dieron a conocer el robo de un puñado de joyas en el museo del Louvre ... en París. Al enterarme del hecho me vino a la memoria una canción que en su día cantaban jóvenes contestatarios de entonces: «Los ladrones que ahora roban ya no llevan antifaz/ que tienen inmobiliarias los ladrones de verdad», aunque en este caso el delito se llevó a cabo a la vieja usanza, un camión de mudanzas, una escalera, una motosierra ( no como la del argentino Milei) una ventana rota, unos pocos minutos para tomar las joyas prestadas y 'voilà', uno de los museos más importantes del mundo dejaba de mostrar en sus vitrinas los tesoros que en su día habían pertenecido a Napoleón III.
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Es difícil de creer que cuando llevamos ya un cuarto del siglo XXI en el que al hablar de delitos aparece la ciberdelincuencia o el narcotráfico (también surge el vocablo corrupción y, ya que estamos en París, no se debe dejar de citar a Sarkozy), el domingo pasado se haya recuperado una escena que bien podría aparecer en una –mala– película de policías y ladrones en la que cuatro de ellos, tras hacerse con el botín, desaparecen en unas motos sin dejar rastro y, lo más importante, sin derramar ni una gota de sangre.
No deja de ser curioso que, frente a los ladrones de ahora, que caen mal, los de antes, los de toda la vida, suelen caer bien y hoy, posiblemente, son muchas más las personas que no están demasiado molestas por el éxito del golpe y, como estamos en Francia, recuerdo otra canción, esta del gran Brassens: «Cuando me encuentro con un ladrón desafortunado/ perseguido por un patán/ extiendo el pie ¿y por qué callarme?/ El patán acaba en el suelo./ Sin embargo, no le hago daño a nadie/ dejando que los ladrones escapen». Continuará.
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