Ponme deberes, profe
Sigue habiendo universitarios entregados, pero hay muchos para quienes la universidad es un trámite, un paso más en una escalera de la enseñanza, en la que lo de menos es aprender y buscar la excelencia como alumnos
Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre el grandísimo cambio que han experimentado las nuevas generaciones de universitarios en los últimos y penúltimos ... años. No puedo precisar desde cuándo, pero me atrevería a decir que todo empezó con los planes de Bolonia.
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Cuando yo era joven, la universidad me parecía una institución cuyas exigencias imponían respeto y se antojaban difíciles de cumplir: ser estudiante universitario suponía una responsabilidad nueva y superior, una meta que había que mantener durante unos cuantos años en los que creía que tenía que darlo todo y recibirlo todo para saberlo todo. Y aunque siempre me sentí lejos de recibirlo todo y de saberlo todo, sí que intenté dar cuanto pude, a fin de merecer la distinción que suponía entonces alcanzar el título, primero de licenciado, luego de doctor.
Los profesores de entonces daban por supuesto que ibas a clase libremente, porque te interesaba la materia, sin que tuvieran que pasar lista. Y uno iba estudiando poco a poco y no dejaba para el último momento antes del examen contenidos fáciles y difíciles que, por su volumen, era imposible apresar y retener en tu mente sin bastante antelación. Es más, en algunas asignaturas era casi obligatorio el voluntario trabajo diario, porque todos los días había que rendir cuentas de él y a nadie con un mínimo de amor propio le gustaba que el profesor le pillara sin esas cuentas hechas.
Hoy las cosas, como te digo, han cambiado. Por supuesto, sigue habiendo universitarios entregados, chavales con auténtico espíritu de sacrificio, entrega y pasión por lo que hacen; estudiantes de verdad que se vuelcan en aprender de profesores y libros cuanto pueden; jóvenes que devuelven con creces a la sociedad lo que esta invierte en ellos. Pero también hay muchos, para quienes la universidad es un trámite, un paso más en una escalera de la enseñanza, continuidad de ESO y Bachillerato, en la que lo de menos es ir a clase por gusto, aprender, esforzarse, buscar la excelencia como alumnos. Están en el aula a veces como podían estar en una cafetería con sus móviles a todo trapo, sus caras sonrientes mientras chatean entre sí callados, ajenos a lo que ocurre en el aula, a las explicaciones del profesor. Y, naturalmente, no tienen más motivación que la de que pase pronto el curso y conseguir un aprobado como sea, en la convocatoria que sea. Incluso los hay que desde el primer día saben que tal o cual asignatura la aprobarán «por compensación», lo que les evitará desvelos inútiles. Esa es la mentalidad.
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El cambio, con todo, no es culpa de los alumnos ni de los profesores, sino de las leyes: unos y otros hacen lo que estas les dejan hacer o, mejor dicho, lo que les obligan a hacer. Con estas leyes ocurre que cada vez más alumnos no comprenden dónde están y se olvidan de que ya son adultos con obligaciones y responsabilidades; además, también sucede que aún quedan profesores que consideran que en la universidad enseñan precisamente a adultos, no a adolescentes, y que creen que estos no precisan más motivación que sus propias expectativas, como antaño, para esmerarse y sacar lo mejor de sí mismos.
Así se explica que muchos alumnos se comporten a menudo como aquellos niños de primaria y secundaria a los que había que pedir tareas cada día para asegurar su avance. La idea de programarse, de regular el estudio, de organizar el tiempo, de contrastar opiniones ya no existe. Una solución a esto es tratarlos como a niños, pasar lista, pedir justificantes de las faltas y exigirles tareas a diario, como en los tiempos de su tierna infancia y su dura adolescencia. Y si por ventura algún profesor despistado y confiado los trata como auténticos universitarios y no pasa lista ni les exige tareas diarias, sino que lo fía todo a su responsabilidad como adultos, está perdido: no solo no conseguirá que aprueben su asignatura, pues no harán nada, sino que la institución lo culpará de ambas cosas: de que ellos no lo hayan conseguido y de que él no los haya aprobado.
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Estamos, pues, asistiendo a una suerte de «secundarización» de la universidad en muchas carreras, con la diferencia de que en secundaria los chavales son menores de edad y están sujetos a unas normas que en la universidad, ya con 18 años, no tienen validez. Y si en secundaria tienen la motivación del paso a la universidad, a través de la temida PAU, una vez en ella los aires de libertad que respiran les hacen olvidar que no quedan más etapas por delante y que la siguiente ya es la vida.
Así que hace ya algún tiempo que sopeso en mi interior hacer caso a esa voz silenciosa que creo escuchar cuando miro a mis alumnos: «profeeee, pasa lista y ponnos deberes, por favor, que no queremos ser mayores». Igual así alguno aprueba.
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