Ser Rocío de Meer, diputada de Vox, tiene que resultar agotador. Hay en ella como un deseo continuo de defender su españolidad pese a un ... apellido tan sospechoso y antinatural. El día menos pensado aparece en el Congreso con abanico, traje de faralaes y clavel en la melena. ¡Tranquila, Rocío, no sufras más por tu mestizaje! Desde la altura moral y el españolísimo pedigrí que me concede mi propio nombre, te aseguro que no tengo ninguna intención de deportarte a Flandes, aunque no por falta de ganas, sino por un cierto prurito de solidaridad: los españoles tenemos que apechugar con nuestras chifladuras y no podemos arrojar a Bélgica todo lo que nos sobre, como si fuera el cesto de la ropa sucia. Bastante tienen con aguantar a Puigdemont.
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Habló Rocío de Meer de deportar a «siete u ocho millones de personas» que al parecer no han asumido los usos y costumbres españoles. Luego salieron los dirigentes de Vox a decir que los cálculos eran complicados, lo que nos permite concluir que esta gente anda bien de banderitas pero mal de matemáticas. Tampoco muestran grandes competencias en lengua, porque ahora dice De Meer que no dijo lo que sí dijo. ¡La gramática es un lío! La idea de esta señora flamenca, en todo caso, no es nueva. Ya la tuvo Felipe III cuando decidió expulsar a los moriscos y aquello supuso un golpe mortal para la economía española. Confieso, no obstante, que me haría cierta ilusión regresar a las épocas de la pureza de sangre. Eso nos permitiría a los García, cristianos viejos, exhibir nuestra superioridad frente a turbios conversos que se llaman De Meer, Ortega Smith o Abascal, hombre de rasgos sarracenos e inquietante barbita califal.
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